Los Juegos Olímpicos ponen mis sentimientos a flor de piel. Da igual de qué se trate, si un señor con chaqueta y botas subido a un caballo, una mujer disparando con una carabina a una diana u ocho atletas negros recorriendo los 100 metros en menos de diez segundos. El esfuerzo, la épica, la gestión de las emociones, todo, me parece simplemente excepcional. Los mejores de nuestra especie, hombres y mujeres, cada uno en lo suyo, compitiendo contra sí mismos y ante el mundo. Lágrimas de emoción, de frustración, de dolor. El fútbol cotizando a la baja, por mucho que las retransmisiones de la selección en estos Juegos de Tokio las pasen a La 1. Encender la tele y saber que da igual lo que haya. Que alguien se está jugando el oro, la plata, el bronce, el diploma... Cuatro años de sacrificio, a una carta. La cultura del esfuerzo, la empatía, el honor y la dignidad del deporte. Poner en valor todo eso, independientemente de la disciplina y la nacionalidad de los competidores, es lo que intento desde mi sofá cuando pongo a mis hijos fragmentos seleccionados de estos Juegos. A veces cuela y otras muchas no, y me quedo mirando solo a una explosión de júbilo o al rostro de la decepción. Cara, como las mexicanas Gaby y Ale, tras saberse bronce in extremis en salto desde la plataforma de diez metros; y Cruz, su rival japonesa, rota de dolor por su error.