Linda es la perra de mi aita desde hace casi diez años. Su fiel compañera de andanzas y su mejor aliada para cuidar del rebaño. Pero hace dos semanas alguien decidió llevársela a plena luz del día. De raza pastor vasco, pelo negro espeso -ahora lo llevaba recién cortado-, era una perra de pedigrí. No por su adn, porque en su sangre había mezcla, pero sí en su carácter. Todo el que la conocía alababa su habilidad con las ovejas, por un lado, y su afabilidad, por otro. Quizá esos factores explican por qué la robaron de un huerto cercado al que accedieron aprovechando que todas las personas que comparten parcela en esa zona estaban fuera. El problema cuando ocurre una desgracia así es que quienes te rodean aportan sus propias explicaciones y teorías, ninguna con final feliz. La peor fue la del robo de perros para entrenar a otros canes de pelea. No me imagino a Linda en esa situación, y prefiero que haya sido su habilidad como perro pastor el leit motiv del hurto, el trapicheo por el simple ánimo de lucro. Pero también este tipo de sucesos generan actos de solidaridad en gente a la que apenas conoces, capaz de organizar una cartelada por los pueblos y de ofrecer una recompensa de su bolsillo solo para ayudar. Linda no ha aparecido, pero al menos yo me quedo con estos gestos.