Por allá, cada vez más cerca, soplan vientos de cambio. Que viene el PP y esta vez va en serio. De nuevo Pedro Sánchez luchando contra el orden establecido, dentro y fuera de los colegios electorales donde toma cuerpo la idea de procurar, y con saña, el final del sanchismo. Y al empeño acude en solitario el enrabietado presidente, pero con el cuchillo entre los dientes, como siempre le gusta cuando se ve arrastrado a merodear por el precipicio. Le han abandonado. En la familia socialista, tras el amargo aviso del 28-M, cada día hay menos palmeros aunque asoman bien conjurados en la defensa del temido líder; se cuentan por centenares las víctimas que van al paro en ayuntamientos y autonomías; muchos otros cierran la boca hasta ver los efectos de la siguiente tormenta que dan por segura y, como era de esperar, el batallón del felipismo vuelve a agitar las aguas. Ante semejante contexto, que desprende un aroma penetrante de nuevo ciclo, toca situarse por pragmatismo.

En la Corte, desde donde emanan los estados de ánimo que acaban calando en la mayoría del país, nadie con voz en plaza da un duro ahora mismo por Sánchez. No es a cambio de un ensimismamiento por la incógnita política de Feijóo, un perfil aún por pulir, pero que empieza a caminar con el viento a favor. Simplemente fluyen sin recato alguno esos irrefrenables deseos de contribuir con su voto a la claudicación de un político al que se detesta sin miramientos en toda la derecha, en la inmensa mayoría del Ibex y en cualquier mediano poder fáctico que se precie. En este Madrid que la izquierda sigue sin entender y paga a precio de bofetada electoral, enredada por debates entre esotéricos, doctrinales y gotas de narcisismo, se detecta muy fácilmente un estado de opinión proclive a que Sánchez muerda el suelo. Da igual que el descenso del paro ofrezca parámetros tan alentadores de empleo y que la recuperación económica sigue una senda positiva. La campaña del 23-J se ha reducido al veredicto sobre la figura del presidente, incluido su modelo de gobierno.

Hay euforia contenida en el PP de cara al público, pero desbordada cuando analizan sus expectativas demoscópicas. En Génova están convencidos de que podrán gobernar sin Vox desde La Moncloa. En sus análisis de coyuntura, alentados por la reciente referencia del último domingo de mayo, solo les preocupa el factor incontrolable del día tan veraniego elegido por Sánchez para su plebiscito de conmigo o contra mí, de elegir entre la izquierda y la (ultra) derecha. En su reflexión, los populares consideran que la caída del PSOE será mucho mayor de la sufrida el 28-M porque en las próximas generales su líder se expondrá a cuerpo gentil sin el parapeto amortiguador que representan esos candidatos carismáticos socialistas de cualquier pueblo que han salido airosos recibiendo apoyos ajenos al propio partido.

En Ferraz tratan de frenar la depresión inicial que representa ver teñido de azul 11 de las 17 autonomías, así como asistir desmoralizados a la pérdida de alcaldías preñadas de un emocional valor añadido. Para levantar la moral de la tropa, nada como mitigar el alcance de la derrota proclamando a los cuatro vientos que todo sería distinto si la izquierda progresista no se hubiera roto la crisma. Tal vez le asista la razón. Pero las líderesas de Unidas Podemos siguen sin entender que este hundimiento refleja el hastío ciudadano por el dogmatismo que vienen imprimiendo a sus inflexibles iniciativas ministeriales. Ante semejante estado de abierta fragilidad, Yolanda Díaz no dudará en exprimirlo para forzar un entendimiento que redunde en beneficio de Sumar, su nuevo partido. Una confluencia que deberá dejar aparcado el desmedido protagonismo que cuartea el acuerdo sin que pueda sacudirse de un indefectible olor a conveniencia.

Mientras el PP observa complacido que Sánchez vaya a reducir su campaña a advertir de que llega el fascismo, porque están seguros de que pincha en hueso, los minoritarios otean el horizonte para buscar su posición más conveniente. Ahí está ERC, todavía sonámbula por la pérdida sideral de 300.000 votos, que puede entenderse sin demasiado esfuerzo como una desautorización expresa de su condición de socio parlamentario de referencia de la coalición de izquierdas en el Congreso. El votante lamenta que aquella mesa de negociación bilateral ni está ni se le espera. Además, la justicia sigue implacable. Laura Borràs se queda sin escaño y agrieta todavía más las relaciones entre las formaciones independentistas. Las desgracias nunca vienen solas.