Cuando salgo del palacio de la Diputación Foral en la plaza Gipuzkoa, suena la sirena del reloj de la calle Garibai. Son las doce. Los sonidos de coches, pasos y conversaciones quedan silenciados por la potencia y nitidez del eco de esta sirena. Nadie se detiene, ni siquiera nadie busca una mirada cómplice del resto de viandantes para saber qué pasa. Pese a que su sonido nos debería advertir de un peligro, de hecho es una sirena bélica, para nosotros es casi justo lo contrario. Es un instante de la banda sonora de nuestra rutina. Sin embargo, en la esquina de la calle Elkano con Peñaflorida, una mujer con una niña de la mano sí que mira al cielo y otea los edificios que la rodean. Se interna en los soportales. Su rostro refleja pavor. Está callada aunque sus gestos denotan que clama por una explicación. Otra señora y yo nos acercamos y le preguntamos si le ocurre algo. Nos responde con una pregunta que nos sorprende a ambos: “¿Por qué suena esa sirena?”. Le contestamos que lo hace a diario a esa hora y que es una tradición que va camino de cumplir un siglo. Le convence la respuesta, pero la niña sigue pegada a su madre. Se llaman Yulia y Olena, son de Ucrania y hasta que fueron acogidas en Euskadi una sirena no les recordaba que eran las doce, sino que les alertaba de un bombardeo.

Tenía esta anécdota reservada para hacerla coincidir con algunas buenas noticias sobre Ucrania. A falta de ellas y cuando se ha cumplido ya un año de guerra, la comparto porque refleja a la perfección la diferencia abismal entre nosotros y las gentes que, en la misma Europa, han visto sus vidas totalmente alteradas por la invasión rusa. Ahora, cada vez que son las doce y suena la sirena, además de ella, un pensamiento retumba dentro de mí: la confirmación de que mientras yo paseo por la vida, otras Yulia y otras Olena correrán a esconderse para esquivar a la muerte.