igue imparable la carrera vertical de la curva. Cada rueda de prensa de las autoridades nos llena de zozobra y de congoja. Y no porque se estén inventando nada o pretendan dar más miedo del que ya nos recorre el cuerpo. Simplemente, porque la realidad no se puede edulcorar. Queda muchísimo hasta que intuyamos que escampa. E incluso cuando eso ocurra, quedará lo otro, el páramo social y económico al que deberemos hacer frente durante años.

Son y serán tiempos de sacrificio. Estoy convencido de que la inmensa mayoría alberga esa terrible certidumbre y que, en la medida de lo posible, está dispuesta a arrimar el hombro desde donde les toque, que en general es desde su casa, acatando la obligación de no salir. Si hace apenas unos meses nos hubieran dicho que el confinamiento domiciliario iba a ser respetado con tanta diligencia y hasta entusiasmo, no hubiéramos dado crédito.

Pensaba que esa disciplina era digna de aplauso general, pero empiezo a ver desmarques clamorosos. La penúltima moda entre la vanguardia moral de Occidente es tachar de fascistas de ventana o balcón a quienes tienen el atrevimiento de afear la conducta de los individuos que se pasan el encierro entre las ingles. No negaré alguna extralimitación o error de juicio, pero me aterra que en una situación como esta se defienda a los jetas.