O sea que ni noción, ni zorra, ni la más remota idea ni la más cercana, y por mucho que lo intente no paro una teoría sobre el virus trotamundos ni con cesárea. Mi ignorancia acerca del bicho se asemeja a la de aquellos paisanos de La Baña respecto al automovilismo, quienes en 1940 vieron surgir de entre la niebla varios jeeps y no se les ocurrió otra cosa que colocar brazadas de hierba ante los parachoques para darles de comer. Lo contó Ramiro Pinilla y yo le creo.

Por eso es de admirar la parroquia premio nobel, ese vecino que se levanta naturalista y en el ascensor te habla del pangolín como si se tratara de su canario, con un ánimo científico y divulgativo que para sí habría deseado Félix Rodríguez de la Fuente; o ese compañero de curro ducho en conspiraciones, capaz de juntar en los posos del café el derribo de las Torres Gemelas, la mermelada de Ricky Martin, Edadepiedrix y Txagorritxu; o ese amigo aprensivo, agorero y agonías, galeno sin bata de la cuadrilla que hoy se erige en catedrático de Neumología por la universidad de Ana Rosa Quintana, y lo mismo te prohíbe hacer pulsos que comer espaguetis. Google sigue haciendo daño.

Y es que amén de la propia pandemia se ha extendido la pandemia de los pandémicos, grupo social ya populoso donde militan políticos, periodistas, presidentes de comunidad, delegados de clase, sinólogos en paro, gente que llama a la radio, que folla con mascarilla, en fin, abundante chamán y escaso médico. Yo desde aquí confieso mi incompetencia, y por una vez, y ojalá sirva de precedente, me despido con una máxima inusual en el gremio: del coronavirus, servidor ni papa.