tras leer su obra traducida, una periodista ha dicho que Eider Rodríguez “incide en el localismo, ambienta sus historias en su tierra natal”. Lo correcto, al parecer, es que las sitúe en Chamberí, cuna de Paloma San Basilio. Otro ha sentenciado que el éxito de Aitor Arregi, Jose Mari Goenaga y Jon Garaño con La trinchera infinita confirma que “su salto al español, abandonando su habitual euskera, y su mayor ambición (la trama se desarrolla fuera del País Vasco) es el camino a seguir”. Dado que Handia obtuvo diez Goyas, la renuncia al ombligo les deberá aportar al menos un contrato en Bollywood.

El centralismo cultural, padre del político, no solo ve provinciano o periférico que Miguel Sánchez-Ostiz describa con coraje la guerra en Navarra. Encima cree que la batalla de Madrid ha de interesar al infinito cosmos. Lo nuestro es cansino particularismo, incluso impostado exotismo. Lo suyo, apátrida naturalidad. Jamás considera modesto y limitado al artista que rueda o esculpe en Chueca, ya que, como nadie ignora, esa es plaza universal. Y, sin embargo, destaca el terco apego a las raíces de César Manrique, pues incidió, ¡vaya falta de ambición!, en desarrollar sus rústicas tramas en Lanzarote.

Así se juzgaba idiosincrática la boina de Pablo Antoñana mientras que nunca se le tocó el ala al sombrero paletoartificioso de Paco Umbral. Y de ahí que tantos ciudadanos del mundo, o sea del mundillo, hablen de “la Gran Vía” como de la Vía Láctea, como si solo existiera la de Antonio López y las de Ceuta, Zaragoza, Logroño, Murcia, Vigo, Bilbao, con perdón, y hasta la de Almazán, Soria, fueran humildes rúas domésticas, caminos sin duda a no seguir.