scuché en la radio que el ojo humano puede llegar a distinguir hasta diez millones de colores. Dándole vueltas a esta sorprendente cifra, me puse a repasar los resultados de las elecciones en Cataluña. Confirmé que cada uno de los dos bandos en liza, a favor y en contra de la independencia, han vuelto a reforzar sus apoyos. El independentismo siente que ha ganado, superando incluso el muro simbólico de la mitad de los votos. Los nacionalistas españoles, contrarios al ejercicio del derecho a decidir, presumen de una nueva victoria que no les permitirá dejar de estar en la oposición. Unos y otros tienen razones para estar contentos si no fuera por, al menos, tres cuestiones. En primer lugar, la participación ha vuelto a ser muy baja, lejos siquiera del 60%. Temo que algo más que el efecto pandemia se esconda bajo este preocupante dato. En segundo lugar, el populismo de ultraderecha vuelve a dar la campanada, confirmando que su antipolítica gusta a muchos electores. Y en tercer lugar, y más importante, que a la vista de las posturas de los principales partidos, Cataluña seguirá con un único tema en su agenda política: su relación con el Estado español.

Sé que muchos sienten envidia de Cataluña. No es mi caso. Me encantaría tener otra relación con España, pero sigue sin convencerme que para conseguirlo, la política real, la que quiere mejorar la vida de la gente, quede sepultada bajo una guerra de banderas. Si nuestro ojo puede captar millones de colores, me niego a pensar que una sociedad se vea reducida a solo dos. Sinceramente, me cuesta mucho verle futuro a que Euskadi o Cataluña sean países independientes o continúen como autonomías dentro de España porque sumen un 51% de los apoyos, como si de un consejo de administración se tratase. Unos y otros tienen la responsabilidad de pasar de los vetos cruzados al pacto básico entre diferentes.