i con los cascos puestos dejo de escuchar a uno de mis hijos despotricar contra el sistema educativo justo, cuando voy a escribir esta columna. Ya le ponía yo a la ministra de Educación la serenata que me llega desde el fondo del pasillo. El motivo es la inutilidad que le parece estudiar de memoria los músculos y huesos del cuerpo: "¿Para qué sirve memorizar esto en tres días y que se me olvide después del examen?". La pregunta parlamentaria se las trae. Mis neuronas se estrujan para analizar en segundos mis respuestas. La primera: "Estoy trabajando, eso háblalo con la ama". Alto riesgo. Pasaría de tener un miembro de la familia enojado a tener dos. La segunda, apelar al artículo 33, o lo que es lo mismo, es lo que hay y lo tienes que hacer. No lo veo. Ni es muy educativo, ni creo que vaya a funcionar a la vista del cabreo existente. La tercera: ir de padre guay: "Es verdad, no vale para nada memorizar". Tampoco me sirve. Aunque lo moderno sea eso, sigo creyendo que memorizar ayuda a trabajar dos hábitos vitales: a concentrarse y a apechugar con algo aunque no sea de tu gusto. Así que he optado por la sinceridad. Reconocerle que no le vea sentido (espérate cuando lleguen las raíces cuadradas) y explicarle que el cerebro necesita que trabajemos la memoria para rendir más y que eso puede hacerse de más formas, y no solo la de repetirlo como un loro. A lo que me ha respondido con una llave dialéctica: "¿Cómo?" Y así hemos terminado juntos practicando técnicas para memorizar los huesos como, escribirlos, dibujarlos y hasta decirlos como si fueran un insulto.

¿No sería su pataleta su forma de solicitar mi atención? Claramente sí. Sin ser una varita mágica, nos ayudaría mucho en la vida estar más dispuestos a comprender que a responder. Me lo digo varias veces en silencio para ver si, esto sí, me lo aprendo de memoria mientras termino este artículo.