“Acaba de sonar tu teléfono otra vez ¿verdad? ¿Pasa algo Nerea? Te veo ya varias veces levantada hablando por el móvil”, preguntó mi amiga Miren a su compañera de trabajo. Esta le susurró: “El santo smartwatch. El reloj ese que sirve para hacer llamadas que le compramos a mi hija en Navidad, me está volviendo loca”. Miren mostró con su rostro que no terminaba de comprenderle. “Pues que Amaia, mi hija la pequeña, se supone que tenía ese reloj para llamarme cuando sale del entrenamiento o está un rato con las amigas en el parque pero ahora, me llama cada dos por tres del cole, porque le ha pasado algo en el patio o con algún profesor”. Miren le respondió: “O sea, que ahora eres como Kit, el coche fantástico de la serie de televisión que cuando el protagonista tenía un problema le llamaba por el reloj para que viniera a ayudarle”. Nerea asintió.

Es solo una escena inventada basada en una historia real que me contaron. He indagado un poco más hasta confirmar que no son pocos los hijos que tiran de reloj inteligente para trasladar a sus padres, en vivo y en directo, los problemas que les van surgiendo en la escuela para pedir ayuda o solo como forma de aliviarse. Sabía de las críticas a estos relojes porque algunos permiten a los padres escuchar (espiar) en tiempo real conversaciones de sus hijos o a la profesora mientras da la clase. Ese ataque a la privacidad hizo que fueran prohibidos en Alemania. Sin embargo, esto que podríamos llamar el síndrome Kit, me ha dejado roto. No caeré en el error de criticar las tecnologías pero sí, como tantas veces, su mal uso. Estos relojes inteligentes para los chavales puede que sean un buen regalo, pero nunca mejor que el que unos padres hacen a sus hijos al permitirles, por duro que a veces resulte, cometer errores, frustrarse e ir aprendiendo a superar ellos solos los desafíos a los que les enfrente la vida.