La corrupción política es como una bomba de efectos retardados, que al cabo del tiempo produce efectos mucho más perniciosos que en el momento en que estalla. Un ejemplo del impacto corrupto ha sido, es y seguirá siendo el denominado caso De Miguel, cuya sentencia se ha conocido esta semana. Como es sabido, los hechos se produjeron en 2009, el extenso juicio se celebró en 2018 y el martes pasado se conoció el fallo del tribunal. Diez años de idas y venidas judiciales, comparecencias, declaraciones y, sobre todo, opiniones y consideraciones en foros políticos y medios de comunicación. Es el demoledor efecto sostenido hasta la explosión final. Y lo que te rondaré.

Ha habido tiempo de sobra para ensayar ataques, planificar ofensivas, almacenar titulares y desarrollar todo un plan de comunicación tanto para desgastar al enemigo como para proveerse de argumentos de defensa. Ahora que la bomba ya ha estallado, se ha podido comprobar que las reacciones han sido de libro, aunque un tanto sobreactuadas. Los del PP rasgándose las vestiduras, como si no estuvieran todavía bajo los efectos catastróficos de su propia bomba; los de EH Bildu, afilado el colmillo, desplegando su artillería contra el adversario histórico y sembrando la duda sobre su honestidad; los de Elkarrekin-Podemos, orgullosos de su limpieza de polvo y paja, por neófitos, blandiendo todos los decálogos transgredidos por el poder hegemónico. La realidad es que el caso De Miguel, por su carácter perdurable, ha sido activado en cada episodio electoral -que han sido unos cuantos- y era previsible una mayor virulencia tras conocerse la sentencia por la proximidad de las autonómicas.

Una vez más, ahora que no soportamos el manto de censura que todo lo ocultaba en el franquismo, se ha comprobado que Alfredo de Miguel y sus compinches pertenecen a esa clase de personajes que entienden la política como una forma fácil y rápida de conseguir poder y, desde el poder, llegar a enriquecerse. Para esta especie de banda de El Tempranillo la impunidad del cargo les posibilitó ceder a la tentación de medrar, y a ello se han venido dedicando como tantos políticos -altos cargos o de medio pelo- a la rapiña, generalizando la sensación que mucha gente tiene de que los políticos ganan bien, viven bien, huelen bien y poseen buenas viviendas.

Con su pillaje, Alfredo de Miguel y sus colegas han endosado a su partido, el PNV, un marrón, un marronazo en la jerga actual, del que no va a ser fácil liberarse a los jeltzales, por más que hayan tenido tiempo para preparar su defensa. Son muchos años en el poder como para quedar libres de miserias, como si fuera fácil evitar las excepciones de unos cuantos sinvergüenzas. De poco valen las credenciales de miles de cargos públicos honrados, las reiteradas peticiones de perdón, la celeridad en apartar del partido a los culpables; no va a tenerse en cuenta la inmensa diferencia entre estos políticos delincuentes alaveses con su 1%, con los catalanes del 3% y los madrileños o valencianos con el saqueo sin porcentaje. Al PNV le han caído y aún le van a caer chuzos de punta, porque la banda de De Miguel se lo ha puesto así de fácil a los que les estaban esperando una vez más.

Y aquí hay que parar para considerar cuánto de hipócrita tiene en la política actual el uso miserable que se hace de la corrupción ajena. En realidad, en la lucha política y en especial la electoral la corrupción no es una perversión personal o colectiva, sino simplemente un arma letal para desgastar al adversario. Da la impresión, y quizá sea así, que los dirigentes políticos no tienen en cuenta para nada el daño que la corrupción provoca en la sociedad, el envilecimiento del ejercicio de la política al que esa sociedad asiste atónita. A los políticos que esperan agazapados como en cacería a que caiga la presa, les importa un pimiento el riesgo evidente de que la corrupción, la mangancia de algunos políticos, acabe por convertirse en mera costumbre, en un mal inevitable que anime a mucha gente a acariciar la posibilidad de dedicarse a la política como una profesión para medrar.

La corrupción protagonizada por algunos políticos acaba por ser trivializada por ellos mismos y por los medios de comunicación afines, ya que queda reducida a arma arrojadiza para desgastar al adversario y a argumento de discurso para el rédito electoral. Chapotean en ella para forrarse o para atizar al adversario, como si fuera un elemento más del que echar mano en campaña. Lo que la gente honrada, la ciudadanía de a pie, desearía es que los políticos unieran sus voces y ejercieran su poder para que los corruptos devuelvan hasta el último céntimo de lo que robaron.