os dejó tal día como hoy, hace nueve años, cuando teníamos previsto celebrar el décimo cumpleaños de su nieta Miren, mi sobrina. Se la llevó una cruel enfermedad que no le impidió, sin embargo, llevarla con una asombrosa dignidad, ayudada además por una fe que nunca abandonó. Es una enfermedad sobre la que estamos leyendo muchísimos testimonios durante las últimas semanas con motivo de la aprobación de la ley de eutanasia.
En aquellos dos años de infierno ella nunca nos mencionó el tema, pero pocas dudas me caben de que habría sido partidaria, como lo era de otros espinosos temas en los que la iglesia católica -o sectores de ella- pone pie en pared. Se trata en el fondo del caso de millones y millones de personas que no ven incompatibilidad entre su condición de creyentes y el apoyo a cuestiones que defienden como derechos fundamentales y avances sociales. Aunque no todos piensan igual, que se lo digan a un Joe Biden cuya excomunión solicita parte de la iglesia católica estadounidense.
Es este un tema apasionante que despierta en mí una curiosidad intelectual no siempre satisfecha, a pesar de aportaciones como las de Javier Elzo que recientemente hemos leído aquí. Me explico: las voces externas -y no cristianas- que claman contra una iglesia que consideran anquilosada y las voces internas que cierran el paso a cualquier cambio de postura en torno a cuestiones que dicen no tener cabida en su doctrina, ocupan todo el espacio público, sin que tengamos casi nunca la ocasión de escuchar razonamientos teológicos de quienes piensan que eso no es exactamente así.
Decía el lehendakari Agirre que en la guerra civil él apoyaba al bando republicano, no a pesar de ser católico, sino precisamente por serlo. Al lector tal vez le parezca que es ir demasiado lejos en la comparación, pero uno se pregunta si no hay más voces en la iglesia católica que piensen como nuestra madre y millones de personas más sobre la compatibilidad de la que hablamos, pero sobre todo que les ayuden a razonarlo, a explicarlo, a entenderlo desde la fe.
