ras la injusta detención de Pablo Hasél se han sucedido infinidad de movilizaciones, algunas de las cuales han adquirido forma de disturbios de diversa gravedad, lo cual ha derivado en apasionadas discusiones en torno al uso de cierta violencia como método de protesta. Hay quienes siempre se oponen a ello y quienes por norma se niegan a condenar tales actos. Carecemos aquí de espacio para diseccionar los argumentos de unos y de otros, a los que cuando menos cabe reconocer su coherencia. Lo que no podemos es ocultar cierta perplejidad con la actitud de un tercer grupo para el cual todo ello depende, solo depende.

Porque la verdad es que estoy hecho un lío. Me explico: causa desconcierto que quienes un día justifican actos de violencia callejera esgrimiendo razonamientos que abarcan desde el hartazgo hasta la falta de futuro de una juventud golpeada, al día siguiente se apresuran a reprobar a quienes realizan similares acciones o las realizan en el pueblo o ciudad donde residen estos repartidores de legitimidad y épica revolucionaria, tan capaces ellos de dilucidar qué cóctel molotov está bien arrojado y cuál no, qué motocicletas se pueden quemar y cuáles no. También qué causas y qué localidades merecen albergar estos episodios de lucha y cuáles no.

No contribuyen a disipar nuestra confusión cuestiones como la dispar manera de votar de algunos partidos políticos en los plenos municipales ante las mociones de reprobación que se presentan; tampoco las contradictorias reacciones de sus dirigentes ante (muy) similares sucesos. Diría uno que para ellos todo depende de lo que en cada momento y lugar les conviene, motivo por el cual en no pocas ocasiones muchos jóvenes se sienten tan perplejos como desamparados ante quienes la antevíspera les jaleaban y ahora les critican. Si no es así, estaríamos encantados de que alguien nos aclarara la lógica que subyace en este confuso proceder. Aunque tal vez sean ellos los que previamente necesiten aclarar sus ideas al respecto.