oy me arriesgo a ser impopular, pero me apetece escribir sobre la cuestión. Hoy me dispongo a escribir sobre dimisiones de cargos públicos. Resulta que hace algunos años, en aquellos en los que desayunábamos diariamente con escandalosas noticias sobre la corrupción, se produjo una frenética carrera de anuncios acerca de compromisos y medidas que vendrían a poner cerco a tan alarmante situación. No cabe duda de que la intención era buena, máxime si tenemos en cuenta el inmenso cabreo social que existía. Es por ello por lo que pocos se atrevieron en aquel ambiente a advertir de los riesgos que se contraían con algunas de esas decisiones que, si bien aparentaban redentoras, podrían derivar en injusticias, cuando no en auténticos tiros en el pie.

En el fondo se estaba dejando desde el inicio en manos del sistema judicial la decisión sobre quién puede seguir siendo cargo público, otorgándole de facto la capacidad de crear inmensas crisis solo porque a la clase política le dio por aceptar que una citación como investigado en un proceso instado incluso por gentes con perversos objetivos era suficiente motivo para que un representante institucional se fuera a casa, por muy honrado que fuera. Conociendo la tropa que campa a sus anchas en muchas sedes judiciales, suponía en no pocos casos regalar una caja de cerillas al pirómano. Las consecuencias de tal decisión las están sufriendo ahora muchos ingenuos que veían en ella la pócima mágica.

Ciertamente, aquí dimite mucha menos gente de la que debiera, pero ello no significa que se acertara con todos los mecanismos que se fueron estableciendo para tratar de atajar la corrupción. Y como se nos antoja improbable que den marcha atrás sin que ello levante protestas y sospechas de cambalache, cuando menos sería deseable que fueran coherentes. Que no corrieran a pedir dimisiones del adversario hasta que dejen de proteger al propio en idéntica situación. Por ejemplo.