Una buena manera de detectar memos en el pasado era cuando oías a alguno decir yo es que no soy monárquico, soy juancarlista. Ahora ese memo ha adaptado su discurso y comenta que hay que separar la persona de la institución. Para el memo cualquier cosa que le sirva para autojustificar su memez es utilizable, como el discurso ese de para que salga elegido uno como Sánchez o como Iglesias dame mil de estos, puesto que confunde el resultado con la estructura y es incapaz de querer -porque poder puede, es memo pero no tonto, el memo es alguien que desiste de mirar más allá de sus narices, porque es lo que hay, lo que ya había, es lo que pone en la Constitución, lo menos malo, toda esa mierda-. El memo -y la mema, hay millones de memas- prefiere sin lugar a dudas un rey como salido de una caja de embalaje y una reina recauchutada y millones de portadas del Hola que no una cosa que tenga que ver con que elijamos entre todos a esa figura y que si no nos gusta la larguemos a los cuatro años o cinco o siete, los que se vean. Lo prefiere. Quiere ver La princesa prometida, no una de Ken Loach. Ya tiene suficiente rutina y normalidad en su fregadero, quiere glamur, no quiere ver a nadie como él o como ella elevada metafóricamente sobre el resto. Eso le jode. Le da igual que roben, mientan, que nadie los haya elegido, que sea algo que viene de siglos pretéritos, que ha costado millones de muertos -los putos reyes nos han costado millones de muertos, la gente se mató a millones por querer elegir entre un aspirante a rey y a otro, aunque bajo esa elección también hubiera otras causas, pero se mataron a millones. Y varias veces- o que sea directamente contrario a la más simple naturaleza humana: somos todos iguales, al menos oficialmente. Yo es que soy juancarlista. Tú lo que eres es memo, hijo. Y el gran problema es que de esos hemos tenido y seguimos teniendo muchos millones.