En el rincón de la izquierda, con traje oscuro, Joe Biden, de Pensilvania, 70 kilos, actual campeón; y en el rincón de la derecha, traje azul, Donald Trump, de Nueva York, 130 kilos, el aspirante! Esta podría haber sido la presentación del debate presidencial en el ring de la CNN, un combate de boxeo entre dos púgiles de parecida edad. Fue la serenidad contra la furia. Y más que nada, la verdad contra la mentira, aunque la verdad se mostrara tan frágil que muchos le pidan que tire la toalla. La arcaica tradición de los debates televisados entre los candidatos a la Casa Blanca lleva las cosas al extremo del espectáculo, donde quien derriba al adversario -¡a palabrazos!- tiene el favor popular. Es una falsa dialéctica. No es superior quien más habilidad verbal posee, el más diestro en retórica o el de mayor agudeza argumental. Los mejores dirigentes suelen ser parcos y de nula propaganda. Pero la crisis de la democracia, asociada a la degradación mediática, encumbra a los charlatanes.

No me cansaré de decir que los debates, entendidos como show, están sobrevalorados. Un político debe saber explicarse y procurar persuadir, pero más convencer por su ética. Como evento democrático el debate electoral es puro tongo. En Francia presumen de debates cultos en sus canales. ¿Y de qué sirve a los franceses su exquisitez versallesca si llega la ultraderecha y liquida sus valores republicanos? La ventaja de Donald Trump es su larga experiencia en los platós de la NBC como presentador de The Apprentice, en el que ejecutivos competían por dirigir una empresa de su emporio heredado. Allí desarrolló su perfil histriónico, descarado y populista. Pero contra la opinión general, el cuatro de noviembre el venerable demócrata tumbará al delincuente Trump por KO en el duelo crucial de este siglo.