ESTE verano asistí a un hecho que me dejó perplejo. Unos papás jóvenes entraron a un restaurante en el que me encontraba. El bebé que llevaban tendría unos cinco meses. Sin más preámbulos y antes de pedir la carta le pusieron al bebé un vídeo en el ordenador portátil que el pequeño miraba casi hipnotizado hasta que se durmió. Mano de santo, decía mi tía. He recordado este episodio al leer que los dibujos animados Bob Esponja pueden perjudicar el aprendizaje de los niños que lo ven de manera continuada (claro, como si hubiera otra manera de ver los dibujos animados). Lo que les puede provocar es déficit de atención y carencias para resolver problemas y afectarles también en su conducta. En fin, que da miedo. La cuestión está en el ritmo de los dibujos. El de Bob esponja es tan frenético que no deja que los niños lleguen a trabajar su atención, cosa que no sucede con otros con una marcha más lenta tipo Caillou. Si no fuera porque los resultados los ha publicado una revista especializada, uno podría pensar que son un poco exagerados y que atribuyen a la tele demasiada importancia en la formación. Hace años también atribuyeron a los dibujos japoneses la capacidad de provocar o despertar ciertas enfermedades en los niños como la epilepsia. Luego nada de aquello quedó demostrado. Pero habrá que tomar nota o hacer como Mikel, un niño de dos años y medio que no siente ninguna curiosidad por Bob Esponja (una esponja que vive en una piña en el fondo del mar). Prefiere deleitar a la familia y vecindario dándole fuerte a los palos del tambor. Para todo hay opciones. Unos usan la tele para crear un envoltorio audiovisual con el que ocultar a los niños mientras hacen sus cosas y, otros, aunque les arruinen los nervios y las siestas, prefieren educarlos en las asignaturas del mundo real. ¡Qué difícil elección!
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