El día que el suizo Erhard Loretan mató por accidente a su hijo casi recién nacido supimos que había muerto. Desde entonces, su muerte física era una simple cuestión de tiempo, una suerte de hecho que sabes que se adelantará a la lógica de la edad. Lo dice la canción: no busco nada en los ojos de nadie, ya sé que parece que me muevo, pero estoy quieto. Loretan ya está donde nada le puede hacer daño, libre de todo, lejos de tener que cargar con la culpa de un instante indeleble, como también será indeleble su elegante y contenida figura, la de aquel que tras Messner y Kukuzcka se inventó el estilo alpino rápido y ligero y descubrió un universo lleno de infinitas posibilidades para miles de escaladores por todo el mundo. Los escaladores, sin saberlo, tal vez sin desearlo, seguro que sin sentirse orgullosos de ello, no dejan de alimentar los sueños de millones de personas que en su vida se dedicarán a salir de casa una mañana para pasar todo el día en un monte, en pleno contacto consigo mismos. Suben, bajan, se matan, viven y son plenamente conscientes de que todo ese proceso es en vano y que solo unos pocos como ellos y quizá unos cuantos más les llegan a entender, mientras el resto de la civilización asciende otros ochomiles, ni mejores ni peores. Otros. Cuando Loretan se mató el jueves en una asequible arista suiza, miles de metros por debajo de los escenarios donde firmó sus increíbles gestas como tercer culminador de los 14 ochomiles, el mundo siguió dando vueltas y a cada rato nacía un niño y había un héroe en cada esquina y alguien cantaba una canción que otro escribió hace décadas en la que se dice si me llevas muy alto te amaré siempre. El precio que se paga es muy alto, el más alto, pero vivir siempre ha sido muy caro. Ir acumulando días está mejor de precio.