No encuentro por casa un libro de Félix Grande que se llama Decepción. Lo habrá cogido prestado el comercial de Círculo de Lectores. Tampoco encuentro al comercial. Ni a mi rival. Se va uno de casa un par de días y se lo dejan todo manga por hombro. ¡Ya veréis cuando volváis, los tres, ya, a llenar el buche! Quería mirar el libro para no tener que consultar en Google de quién es la frase No se puede respirar, todo huele a victoria, que es una de las varias con las que Grande encabeza los capítulos, y de la que me acordé mientras veía en San Sebastián la final de Copa en casa de un amigo de mi primo Javi, la habitual reunión de si os coméis todo eso que os hemos sacado y sois capaces de a la vez pensar no sois de este mundo, o igual sí pero de Kortezubi. Me acordé de la frase porque una vez medio hecha la digestión, allá por el minuto 70 y cuando más apretábamos, tuve un instante de lucidez -paralelo a un eructo de costilla de cerdo al horno- y, aunque deseaba con toda mi alma la victoria, recordé con cierta nostalgia -cierta, ojo- los años en los que no solo no ganábamos nada sino que ni siquiera nos acercábamos. Y, gracias a ese mínimo espacio para el sosiego que se abrió en mi aparato digestivo, también deseé perder el partido, para retirarme meditabundo a una esquina como antaño hasta dentro de dos miércoles, sin leer ni ver nada, y así poder tener la opción de saborear el próximo triunfo en su justa medida, ya que el exceso, ya sea de victorias o de costilla al horno, conduce al aufamiento emocional y solo genera insatisfechos. Luego perdimos y me cagué en todo el santoral y me tuvieron que apartar del balcón y eso, pero nada grave, que miré después en casa el pulsómetro y no pasé de 172. Me estoy haciendo mayor, pero por si acaso pondré barrotes en las ventanas.