A mí de Berlanga lo que más me gustaba con diferencia era lo de austrohúngaro y, por supuesto, lo de tener siempre dentro de sus películas un hueco para Luis Ciges. Creo que ya les he dicho en alguna otra ocasión que Ciges era y es sin discusión y para mí el mejor peor actor del mundo, alguien que era capaz de atravesar la pantalla con sus gestos y sus palabras para sorprenderte de una manera que no he vuelto a sentir con ningún otro actor o actriz. Berlanga en eso era muy bueno, escogiendo actores que, como decía él, estén algo deteriorados. Ése es su principal acierto, creo, por encima incluso de retratar las miserias o grandezas de su país: el de mostrar personas con las que nos podríamos cruzar por la calle cada día y que no nos llamarían la atención. Hacer películas con ese material no es sencillo, ya que el público precisamente lo que quiere -queremos- es que nos saquen durante un par de horas de la realidad y, si para ello nos tienen que mostrar historias imposibles, actores y actrices de laboratorio y guiones milimétricos y enmarañados no nos importa. Es más, lo agradecemos. Berlanga no hacía eso. Revestía de surrealismo la realidad para que fuera más tolerable y amena, pero a fin de cuentas su genio estaba en saber plasmar aunque fuera con exageraciones lo extraña y áspera que es la vida sin por ello dejar de ser un optimista. En Extranjeros de sí mismos, Berlanga y Ciges cuentan su experiencia luchando con la División Azul, en un tiempo que parece la prehistoria pero que está la vuelta de la esquina. Merece la pena verla para darse cuenta de lo que tuvieron que pasar determinados artistas que han pasado a la historia precisamente por su supuesta tendencia al humor, a lo surrealista, a lo inverosímil. No queda sino agradecerles tanta felicidad regalada.