Se supo hace unas semanas que el extraordinario base de baloncesto Ricky Rubio había comunicado a su equipo, los Cleveland Cavaliers, de la NBA, que dejaba el club y la competición tras doce temporadas en la liga para seguir cuidando de su salud mental, que se resquebrajó en verano mientras estaba convocado por la selección española de baloncesto. Rubio, de 33 años, que debutó como profesional con apenas 14 años y que ha ido rompiendo todos los récords de precocidad habidos y por haber –cuando jugó la final de los Juegos de 2008 con 17 años ya parecía todo un veterano–, perdió a su madre por un cáncer cuando el jugador tenía 26 años y pasó por una fase depresiva tan dura que estuvo a punto de dejar el juego. Ahora ha vuelto a caer en algún abismo mental y todo hace indicar que quizá ya no le veamos más en las canchas. Una pena, pero una gran alegría si eso supone ver recuperado al Ricky persona, una persona querida por todos los compañeros, rivales y aficionados, puesto que desde siempre se ha caracterizado por un mensaje amable y francamente interesante y profundo no muy habitual en el mundo del deporte, muchas veces fagocitado por las frases hechas, el músculo y los resultados.
Sin caer en la depresión, ahora es Jurgen Klopp el que se baja del carro del Liverpool tras muchos años y declara, sin ambages, que está “muy cansado” y que necesita parar.
Son cada vez más los deportistas y, en general, gente expuesta al ojo público los que en los últimos años manifiestan sus problemas mentales o saturación, algo que los ciudadanos de a pie con nuestros curros menos brillantes o, peor aún, estando en el paro, bien conocemos. Nadie está libre de sufrir y cuando la cabeza quiere dar problemas no distingue ricos de pobres o famosos de anónimos. Por eso, que sus experiencias se conozcan y hablen de ello ayuda a gente como ellos y a la sociedad en general para alejar tabús sobre la salud mental.