Estamos viviendo momentos importantes en la configuración de las reglas de interacción entre países, bloques económicos, partidos políticos y personas. Es, efectivamente, un cambio de época que conduce a que lo habitual sea observar nuevas escenas, todas ellas caracterizadas por la inmediatez, las descalificaciones entre líderes y el empleo visible de la fuerza en las posiciones negociadoras. Todo ello engrandecido y manipulado a través de las ubicuas tecnologías de la comunicación y los avances tecnológicos vigentes que agrandan su impacto.
Vivimos una sacudida a la realidad que pone en cuestión muchas cosas. Una de ellas y de gran calado es si el buen gobierno y la eficacia social de los sistemas declarados democráticos es cuestión de omnipotentes líderes globales o de complejas instituciones. Pero líderes no de cualquier tipo, sino de líderes prominentes en su capacidad de decisión que arrasan con las instituciones, si estas se encuentran en el camino de sus intereses tanto en el fondo como en la forma. Y por otra parte están las instituciones públicas que gobiernan a los diversos niveles (estados, territorios o de asociaciones de estos) en escenarios complejos -ya todos lo son- que no reúnen las capacidades para la solución de problemas que requieren velocidad y una visión práctica de futuro. Criticar una u otra posición es cada vez más fácil, así como percibir que ambas tendencias no nos llevan actualmente a un mejor estado de civilización.
La forma de negociar es otra sacudida a la realidad. Las negociaciones son procesos multinivel: individuales, colectivos y sociales que determinan la calidad de la convivencia de un colectivo humano. Las consecuencias de su planteamiento, desarrollo y resultados son una parte fundamental de lo que llamamos prosperidad, calidad de vida o bienestar social. Que las relaciones previas entre negociadores sean justas, constructivas y amistosas determinan los modos de negociación, y estos a su vez la viabilidad y el compromiso sobre las soluciones que se acuerden. Sin un equilibrio de poder entre los que negocian el resultado se decanta por una sumisión o cesión del más débil a cambio de una promesa de reducción de sus daños futuros.
Cuando existe un espacio previo de enfrentamiento, si los negociadores más débiles no pagan un alto precio -en forma de cesión o humillación- para estar sentados a la mesa, puede que sean seguramente parte del menú. Es la ley del más fuerte. Estamos muy lejos de la convivencia deseable, en cuyo extremo opuesto situamos los conflictos económicos, cívicos y más lejos los bélicos. Lo contrario a la guerra no es la paz, sino las relaciones positivas y constructivas para las partes en relación. Se trata entonces de las negociaciones por intereses expresados y transparentes para construir futuro mejor para las partes. Esto no existe y siempre domina la ocultación de intereses. Estos se sustituyen por posiciones límite o líneas rojas, y la negociación es un tira y afloja que no resuelve el problema sino que lo traslada en el tiempo. La paz es una condición insuficiente para la convivencia constructiva de las personas, de los colectivos y de las naciones.
La sacudida de la realidad ejercida por estos líderes globales sitúa a Europa en una difícil encrucijada, frente a la que es imposible seguir por los dos caminos a la vez. Si por una parte hablamos de valores europeos y preacuerdos sociales, y por otra de desarrollo económico, territorial y armamentístico, estamos frente a un dilema irresoluble en las actuales circunstancias. Entre un líder empresarial omnipotente y una comisión de muchos dirigentes diversos, con muy variadas instituciones e ideologías detrás, el ganador es claro. Determinación, dimensión, riesgo, velocidad y capacidad económica conceden al primero el trofeo de dirigir y configurar la realidad vigente.
El orden mundial está construido sobre la prioridad estratégica de la economía, le sigue la política y en último lugar y muy lejos encontramos la ética. Serán territorios, minerales, empresas tecnológicas, patentes, sanciones, el valor de la moneda y los aranceles, los que entren en la balanza económica de lo negociable. Eso sí, disfrazados de acuerdos políticos/jurídicos oportunamente incumplibles y adornados de principios éticos o de desarrollo humano, que dicen acompañar a las decisiones.
El baño de realidad es que si queremos optar por un mundo hipotético donde la ética y los valores sean lo mollar del debate constructivo, hoy no hay lugar donde sentarse ni negociar nada. Ese es el gran dilema de la Europa que se tambalea frente a la realidad de los matones y va perdiendo posición económica y estratégica -a pesar de su tamaño- frente a los demás. Solo se puede enfrentar a un gigante si se cambian las reglas de juego de lo que significa “fortaleza”. Esto es muy difícil de admitir, y se hace imposible sin un gran líder a la cabeza. Frente al gigantismo económico y militar a Europa le toca -es duro decirlo- abandonar la carrera económica y sus aspiraciones en lo global, para abordar una carrera social, cultural y tecnológica interna en la que está aún en condiciones de innovar. “Si tuviera que empezar otra vez, empezaría con la cultura” señaló en 1976, Jean Monnet, uno de los creadores de la Unión Europea. Representaría otro cambio de época que no sabemos si algún día llegará.
La identidad europea no puede ser un hibrido entre el liderazgo económico y la ética socializadora, por ser disciplinas incompatibles en sus principios. Para ello tendrá que reflexionar sobre cuáles son las nuevas visiones de los activos sociales a construir, donde la realidad económica decadente sea sustituida por otras prioridades en activos de conocimiento, de bienestar comunitario, de ligereza tecnológica y presupuestaria en las instituciones, de confianza y seguridad poblacional, de todo eso que se predica pero que es incompatible con el desarrollo económico basado en un liberalismo productivo y competitivo global.
¿Y si la solución fuese otro crecimiento? Si este fuera el pensamiento focal de los líderes europeos y los hubiera, estaríamos abriendo una puerta a la jaula en la que Europa se halla, con sus incontables e incompatibles instituciones estatales y comunitarias, hacia un nuevo rumbo claro y posible. Ética, política y economía, y en ese orden con apoyo tecnológico son los atributos de un nuevo sentido de desarrollo político, social y económico hacia la prosperidad humana. Por ejemplo, pensar que si no hay dinero no hay estado del bienestar, es una restricción mental que ni considera ni valora: el conocimiento, el tiempo y la voluntad de las personas, como recursos sociales de primer orden para el bienestar colectivo. Los debates debieran alcanzar estas y otras cuestiones, hoy implanteables. Solo si miramos las cosas con otros ojos y aprendemos a pensar diferente, tendremos caminos y resultados valiosos, y un futuro al que aspirar junto con otros países y pueblos.