En contra de lo que parece, el president valenciano, Carlos Mazón, ha dimitido. Otra vez, quiero decir. Ya dimitió de su obligación y responsabilidad antes y durante la dana que asoló su territorio. Y después ha sido incapaz de liderar la organización de los trabajos para paliar las terribles consecuencias de las riadas. Las imágenes de la devastación que todo el mundo coincidía en que asemejaban “un escenario bélico” y la perspectiva de una reconstrucción muy complicada han llevado a Mazón a pensar que, en efecto, esto hay que resolverlo como si fuera una guerra. Y así ha colocado como vicepresidente de la Generalitat para la Reconstrucción a un teniente general (en la reserva: ya se sabe que mientras el resto de los mortales nos jubilamos, los militares lo son para siempre, y pasan “a la reserva”). Lo primero que ha hecho Francisco José Gan Pompols recién estrenados sus nuevos galones –políticos, aunque él se resista a considerarlo así– es, como corresponde a la dinámica castrense, colocar a otro general como jefe de gabinete, o sea como su segundo. El impresionante currículum del nuevo vicepresidente –ha estado en conflictos como Kosovo o Afganistán, es licenciado en Políticas y Sociología y hasta es doctor honoris causa por la Universidad Católica de Valencia–, su coraje –parece que ha demostrado que esta vez el valor militar no solo “se le supone”–, su carisma y su liderazgo –militar, por supuesto– empequeñecen al de su supuesto superior jerárquico. Quizá a esto se refería Feijóo cuando dijo aquello de que Mazón iba a “reconfortar” a los valencianos. Poner a militares en un gobierno puede ser legítimo pero peligroso. Los ejércitos son, por definición, organizaciones muy peculiares, fuertemente jerarquizadas en las que impera la “disciplina” –léase cumplir estrictamente órdenes– y por ello de funcionamiento nada democrático. Yo me veo a Mazón haciendo la tercera imaginaria y empalmando una guardia en la garita de la Generalitat.