Confieso que tengo una grave tara. No me gusta la ficción. Son pocas las novelas o cuentos que he leído. Soy mucho más de consumir ensayos, libros de historia, en definitiva, no-ficción. Pero he de decir que hay una excepción a esa tara, y son las novelas distópicas, en concreto, las escritas en el siglo pasado. En mi defensa diré que esas novelas, para mí al menos, están más cerca del ensayo sobre a dónde nos dirigimos como sociedad que de la ficción pura y dura.

Podemos concluir que mi admirado George Orwell se quedó corto en 1984 con las telepantallas, colocadas en paredes de domicilios y lugares públicos, que nos iban a bombardear con propaganda a la vez que nos iban a vigilar. No ha hecho ninguna falta colocarlas en ninguna pared. Ya las llevamos nosotros mismos en nuestros teléfonos móviles. Otra equivocación es que, según Orwell, del otro lado de esas telepantallas iba a estar un estado totalitario en el sentido más puro del término. No es así. Del otro lado de las redes sociales está un conglomerado de intereses económicos que rastrea tus gustos y te gobierna mucho más eficazmente.

En Un mundo feliz, Aldous Huxley se quedó igualmente corto. No ha sido necesario tenernos a todos drogados con soma, ha bastado hacerlo perfeccionando la vieja fórmula de los romanos del panem et circenses. Acabamos de ver cómo el fútbol tiene el poder de pasar a primera plana por encima de la actualidad política y cómo el feminismo ha ocupado el centro del escenario unas semanas por ese motivo y no por sus indiscutibles méritos propios.

Pero lo realmente inquietante lo ha dicho el entomólogo Edward O. Wilson, de la Universidad de Harvard, y no en una novela distópica. Dijo que “el verdadero problema de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones del Paleolítico, instituciones medievales y tecnología propia de un dios. Y eso es terriblemente peligroso”. Aplíquese a la formación de gobierno en España o se aplique a la guerra de Ucrania, da escalofríos.

@Krakenberger