Los nombramientos de Fernando Prado, que este sábado será consagrado como obispo de Donostia, y el de Bilbao, Joseba Segura, ya en ejercicio, parecen indicar, después de años de involución, que desde el Vaticano se está dando un giro significativo en las diócesis de Euskal Herria. Para bastantes han abierto la esperanza de un cambio en la Iglesia vasca con otro talante y compromiso. Son, sin duda, un indicio positivo, a pesar del estilo directivo vaticanista donde el pueblo poco puede opinar y menos decidir. Cabe ahora preguntarse si ese giro -al parecer propiciado por el mismo Papa Francisco- va a tener ya continuidad en Pamplona y más adelante en Vitoria.
La crisis e incertidumbre del futuro de la Iglesia en Euskal Herria plantea muchos interrogantes y desafíos, con especial urgencia en la diócesis guipuzcoana, que su nuevo obispo debe afrontar después de los polémicos años de su antecesor. Pero no solo en esta diócesis. El conjunto de la Iglesia vasca se encuentra en una encrucijada compleja que debiera abordarse conjuntamente para ofrecer, desde su específica misión, respuestas convincentes y efectivas en nuestro pueblo.
Y para ello no es suficiente el cambio de talante en sus obispos. Es un paso necesario y esperado, ciertamente; pero el centro neurálgico de la crisis, de los problemas y del futuro de la Iglesia vasca y de sus respuestas no está solo en sus dirigentes jerárquicos y en su relación y sintonía con el pueblo. Son necesarios, sin duda, pero no decisivos. El problema y preguntas de fondo para la credibilidad de la Iglesia aquí radican, a mi entender, en la forma de abordar y responder a la realidad vasca en su compleja y plural situación; como lo dijo el Concilio Vaticano II, en ofrecer “su sincera colaboración para lograr la fraternidad universal” y en disposición servicial desde el evangelio; en hacerse cargo y encargarse de ella. Y esto corresponde a toda la Iglesia vasca, desde la base.
Sin embargo hoy, en nuestra sociedad, hay cada vez más personas para las que la Iglesia ha dejado de tener interés, no confían ya en ella o simplemente les resulta indiferente. No les interesa. También, sin duda, hay un número importante para quienes la Iglesia realiza una valorada labor desde Caritas; pero la adhesión creyente y la práctica cultural son cada vez menores.
Ahora, con la propuesta sinodal del papa de una Iglesia donde caminemos juntos, se ha abierto en grupos eclesiales un cierta esperanza de cambio significativo. En Euskal Herria, en concreto, se plantea la urgencia de una sinodalidad episcopal interdiocesana, comenzando por su misma estructuración que divide las diócesis Bilbao y Vitoria de San Sebastián y Pamplona en dos provincias eclesiásticas. Se ha venido impidiendo su unión, por obstáculos políticos, a pesar de la insistencia de obispos anteriores ya desde la transición política. Últimamente, ni se ha mencionado.
Pero el problema de fondo se plantea en otros niveles: ¿Caminar juntos hacia dónde? ¿Será hoy realizable y operativa una Iglesia vasca, participativa y comprometida en la problemática humana de nuestro Pueblo?
Es aquí, creo, donde se juega el presente y futuro de una Iglesia vasca. Por tanto significan también desafíos que el nuevo obispo donostiarra deberá afrontar, con espíritu sinodal. Estos campos conflictivos que hoy afectan a Euskal Herria son el lugar o los signos de los tiempos en los que se deberá afirmar su credibilidad debilitada y responder a su misión. Tendrá futuro como Iglesia vasca si vive, siente y camina con sus gentes en una tierra abierta, solidaria, acogedora.
Estos caminos transitan, en primer lugar, por los campos socioeconómicos, donde la pobreza y desigualdades son patentes y donde el mensaje de fraternidad que la lglesia propone debe concretarse no solo en tantas situaciones apremiantes, sino también en la denuncia del sistema neoliberal imperante que las causa, como en repetida ocasiones lo hace el Papa Francisco.
Caminar juntos significa también convivir políticamente en un Pueblo que decida con libertad su futuro, sin dependencias, democráticamente, ejerciendo sus derechos colectivos desde la justicia. La Iglesia vasca debe estar comprometida con actitudes de verdad y memoria reconocida, en solidaridad con todas las víctimas de un penoso conflicto y buscando la reconciliación efectiva en colaboración dialogante con personas, grupos e instituciones.
Si la Iglesia en Euskal Herria quiere tener futuro debe ser, como insistía José María Setién, cuyo “largo y fecundo ministerio con sus enseñanzas” recuerda Fernando Prado, fiel al pueblo y a su tradición cultural, a su lengua; si desea “humanizar más plenamente”, como afirmaba aquel recordado obispo, es necesaria “su valoración intrínseca” y “asumir la cultura en la totalidad de lo que significa asumir a la persona”. Sin embargo, en mi opinión la conciencia euskaldun se está debilitando en las iglesias diocesanas de cada herrialde, cuando la identidad de Iglesia vasca es clave para su futuro.
Habitamos una Ama lur a ambos lados de las montañas pirenaicas. Respetar y cuidar nuestro habitat significa y manifiestar el amor a nuestra tierra, bien común y casa acogedora, solidaria con otros pueblos y personas migrantes. Si la Iglesia vasca desea trasmitir su mensaje de paz y convivencia debe ser cuidadora del entorno ambiental y de una armónica convivencia ecológica.
Implicarse en estas opciones, como deseamos y esperamos, hará creíble la andadura que comienza con actitud abierta el nuevo obispo, Fernando Prado. Desde estos compromisos, asumidos con el conjunto de la Iglesia de Euskal Herria, se irá clarificando su incierto futuro cuyo porvenir radica no en volver a llenar los templos y asegurar su culto, sino en responder con un compromiso activo, humilde y eficaz, fiel al mensaje liberador de quien, como recordaba el Concilio Vaticano II “vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido”.
Teólogo