Pocas cosas son tan bellas y directas como la montaña. Su inmensidad es un desafío constante. ¿Para qué vas al monte?, me preguntaba un amigo hace tiempo. ¿Subes a la cumbre y luego qué? Realizamos ascensiones de cuatro horas para luego estar apenas diez minutos en la cima. En lo efímero de ese momento radica su encanto. Ahora que los conocidos no saludan, en la montaña sin embargo saludas a desconocidos. Siempre lo he vivido así.

Ves a pocos usando el móvil, hay que estar atentos a las nubes, por ejemplo, al viento, a los animales que aparecen, a seguir el camino, a buscar tu ritmo, al compañero que camina a tu lado. No se puede engañar a la montaña. En ella se descubre la auténtica naturaleza de la persona. Cómo comparte su comida, cómo respeta y cuida el entorno, cómo reacciona al perderse, cómo espera al compañero rezagado. Porque no se deja a nadie atrás; hay que subir, hacer cumbre y bajar todos juntos.

En conclusión: si aplicamos las normas que rigen en la montaña a la vida cotidiana recuperaremos la humanidad perdida.