Apenas un mes más tarde de que expirara el plazo de año y medio que establece la norma de incompatibilidades comunitaria, el ex presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, ha anunciado su fichaje por la banca de inversión Goldman Sachs, una de las entidades con mayor responsabilidad en la espiral especulativa que condujo a la gran crisis de 2008.

El anfitrión de las Azores que acogió a los jinetes del apocalipsis iraquí fue luego recompensado con la presidencia de la Comisión Europea y, tras haber orientado desde su cargo el rescate bancario en la UE, ahora se le facilitará embolsarse un patrimonio millonario. Una trayectoria personal que tout court parece diseñada para destruir la maltrecha credibilidad de la integración europea. Sin contar dietas, indemnizaciones y otros privilegios, el otrora joven maoísta que alcanzó a ser primer ministro de Portugal a lomos de un partido conservador no ha tenido suficiente con acumular más de 3 millones de euros durante sus diez años de mandato. Tampoco parece que sus padrinos estén satisfechos con las políticas de ajuste, precarización y recortes. Para algunos nunca es suficiente; siempre quieren más.

Barroso ocupará la plaza de presidente no ejecutivo de Goldman en la City londinense, bastión financiero de la permanencia y de la desregulación, sumándose a una selecta lista de dirigentes europeos que han trabajado para la banca de inversión de Wall Street. Entre otros, el actual presidente del Banco Central Europeo, Mario Dragui, que llegó a ser su vicepresidente para Europa, y quien -casualmente- colaboró con Lukás Papademos, entonces gobernador del Banco de Grecia, maquillando las cuentas y falsificando estadísticas que permitieron la entrada griega en el euro. Luego, Papademos sería promovido para suceder como primer ministro a Papandreu y más tarde a vicepresidente del BCE. También el antiguo comisario y luego primer ministro italiano, Mario Monti, encargado de formar un “gobierno técnico” para sustituir a Berlusconi, fue consejero de Goldman. Como Romano Prodi, que antes de ser primer ministro italiano fue presidente de la Comisión Europea. Otros consejeros de la empresa neoyorkina han sido el comisario irlandés Peter Sutherland, que ha dirigido el GATT, ahora Organización Mundial de Comercio; o Hank Paulson, expresidente ejecutivo de Goldman y responsable, en tanto que jefe de la Reserva Federal, del rescate bancario de 2008 en EEUU. Otros dirigentes de Goldman Sachs, como Ottmar Issing, han sido altos cargos del Bundesbank y el BCE o, como Mark Carney, del Banco de Inglaterra.

Evidentemente, otros bancos de inversión también colaboran con numerosos gobiernos europeos aportando personal. Por mencionar sólo algunos ejemplos cercanos: el actual ministro de economía español, Luis De Guindos, fue un alto cargo de Lehman Brothers y su correspondiente en Francia, Emmanuel Macron, proviene de la banca Rothschild. Podría decirse que, como en su día la Compañía de Jesús tuvo como misión aconsejar al despotismo monárquico, la Orden bancaria de Wall Street se ocupa hoy de orientar al gobierno plutocrático.

También el contemporáneo presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, cuenta con un curriculum digno de atención. Fue durante casi dos decenios ministro de economía y luego primer ministro de Luxenburgo, un periodo que aprovechó para convertir a su país en una suerte de paraíso fiscal y sede europea para la mayoría de las grandes corporaciones mundiales. Aunque fue forzado a dimitir por un oscuro caso de encubrimiento de irregularidades en los servicios secretos, consiguió que, como en su día la nobleza o la Iglesia, el poder apenas tribute. Fue promovido para sustituir a Barroso.

La UE de hoy no es ni mucho menos la de sus padres fundadores. El cristianismo social que le sirvió de impulso ha sido sustituido por la voracidad de un capitalismo desbocado y la claudicación de una socialdemocracia adulterada. La Unión Europea padece un abultado déficit de credibilidad porque su dirección ha quedado en manos de unos intereses que han dado la espalda al proyecto político de comunidad que alumbró la integración y porque ha arrinconado la dimensión social del mercado.

Los intereses mercatarios han arrollado a la UE y la han desfigurado. En su dimensión exterior, la connivencia europea, por activa y por pasiva, en la destrucción de Iraq, Siria o Libia ha concitado un impulso implosivo que no parece tener freno. El apoyo occidental durante años al integrismo religioso para debilitar al nacionalismo árabe laico y populista ha facilitado el desarrollo de un yihadismo que se ha convertido también en el interior de Europa en una sanguinolenta amenaza. Confiar en una reforma de las instituciones europeas que conviertan a la UE en una federación democrática y social parece una perspectiva cada vez más utópica. Y, sin embargo, una federación europea que recupere su inspiración social y democrática es el horizonte irrenunciable para hacer frente a un modelo de globalización darwinista.

La sociopatía que inspira al neoliberalismo es incompatible con la integración. Impulsa un modelo de globalización que recuerda a la vieja sociedad estamental, ahora a escala mundial, trucando los lazos de sangre por los del dinero. La configuración de una suerte de plutocracia planetaria parece ser la consecuencia imparable del dominio del capital financiero con el que la clase política simula una autonomía de la que carece mientras cumple tareas ejecutivas. Pero la honestidad parroquial, con la que parecen conformarse algunos, exige una denuncia cuando las instancias superiores son corruptas y quedan desacreditadas ante la población.

El nacionalismo vasco, presente desde su inicio, debiera ser más crítico con quienes están conduciendo el proyecto de integración a su deriva oligárquica. Cuenta con la credibilidad que le aportaron figuras como Aguirre, Irujo o Landaburu y no debe comprometerse con quienes han convertido la Unión Europea en un instrumento post-democrático. El oscuro panorama en el que se ha instalado la UE debiera hacer reflexionar al europeísmo, que en Euskadi parece anclado en fantasías evasivas que aún discursean sobre una Europa de los Pueblos o de las Naciones sin fundamento real. El incontestable apoyo en Euskadi a la integración es un buen motivo para no dejar dilapidar su legado político. El vasquismo no tiene por qué ser cómplice ni convidado de piedra. Por el contrario, debe ser fuerza de cambio para renovar el europeísmo y aspirar a ser un Estado europeo en lugar de querer reformar España, estado cuya cultura política mayoritaria se antoja, en mi opinión, irredimible.