Ayer entró en vigor el Reglamento europeo de Inteligencia Artificial (IA), que prohíbe, entre otras cuestiones, su uso por parte de las empresas para reconocer emociones en los puestos de trabajo. Resulta fascinante comprobar el avance imparable del invento. Dice el reglamento que no se podrá emplear, por ejemplo, para saber si un empleado está motivado o no. Tampoco se permitirá el uso de dispositivos o aplicaciones de IA que usen técnicas subliminales dirigidas a influir en el comportamiento de personas, que se aprovechen de sus vulnerabilidades, bajo pena de 35 millones de euros o un 7% de su cifra anual de negocio. Da la sensación de que con el tiempo nadie se va a fiar de nadie. En un entorno laboral donde la confianza y la comunicación abierta son fundamentales, el monitoreo constante de emociones puede generar más bien un clima de desconfianza. Sólo el tiempo dirá si el futuro pasa por trabajar bajo el constante escrutinio, a través de cámaras, micrófonos o software de seguimiento emocional. Por el momento, la nueva regulación europea fija estándares de seguridad y derechos fundamentales que eviten que esta tecnología se use con fines represivos, aunque todo parece indicar que va a existir un complejo equilibrio.