De vuelta de las vacaciones, tras las conversaciones informales entre compañeras y compañeros sobre sus viajes y estancias, es fácil encontrar un patrón. Una queja que se repite una y otra vez: “¡Cuánta gente había en…!”. Da igual que hablemos del Mediterráneo o del Cantábrico, de Madrid o Perú, de Italia o de China. La sensación es que, desde la pandemia, es impensable pasar las vacaciones en tu lugar de residencia o, como alternativa barata, digamos, el pueblo. Hay que viajar, cambiar de lugar, territorio, país o continente. Los periodos vacacionales se triplican o multiplican. El auge del autocaravanismo obliga a rentabilizar la inversión saliendo todos los fines de semana desde mayo hasta octubre o, si Semana Santa toca pronto y se valora la temporada de esquí, al final puede estirarse todo el año. Y entonces llega la pregunta que suelen hacer los más pequeños: ¿Y este finde a dónde? Hacer planes se convierte en obligación y entonces, el efecto reparador de las vacaciones, las salidas y los viajes, se difumina en el estrés de una agenda repleta que no da más de sí. Y así, de nuevo, se falla en los pequeños detalles. En esos que el confinamiento nos descubrió cuando nos obligaban a realizar paseos de kilómetro cero que nos mostraron rincones de postal al alcance de la mano y que tan rápido hemos olvidado por ese afán de viajar a lugares recónditos que creemos especiales y que en el fondo no son más que experiencias fabricadas para clientes.
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