Siempre quise estudiar alguna profesión relacionada con el cine. Mis padres, como buenos baby boomers, pensaban que de un hobby no podía salir ningún empleo productivo con fundamento y no me dejaron. Debía matricularme en la universidad, a ser posible en una carrera de ciencias, porque el imperativo con el que crecieron les aseguraba que quien tuviese una licenciatura tendría mucho más fácil asaltar los cielos –escribo estas líneas mientras uso el convenio estatal de prensa diaria como paño de lágrimas–. Lo del cine, si no se me pasaba la tontería, siempre podía estudiarlo “luego”. Supongo que por eso me dedico a la información cinematográfica, porque, al igual que lo que se dice de los árbitros, soy incapaz de darle a un balón. En estas, emprendí mi formación en ciencias... sociales y, una vez terminada, barajé seguir con el máster y la tesis. Pero tampoco era el momento, tocaba trabajar. Ya tendría tiempo “luego”. Quitando horas de sueño y ceros a mi cuenta corriente, por fin terminé, hace unos siete años, un máster. Y la mayor enseñanza vino después: si pasan equis años desde que lograste tu primer título superior, quedas excluido de una beca para la tesis. “Luego” era demasiado tarde y demasiado caro, tanto como estudiar cine. Por algún motivo, no deja de venirme a la cabeza el canto al existencialismo del Alatriste de Viggo Mortensen: “En el futuro, todos muertos”.
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