Minutos después del atentado contra Donald J. Trump, miles de notificaciones en su móvil despertaron a un periodista deportivo italiano. Alguien creyó identificar el tirador y encajaba con el relato. Que respondiera al quién y por qué lo hizo. El relato parecía encajar con los hechos a la primera: un miembro del movimiento antifascista que se había grabado un vídeo en el que decía que “la justicia está a punto de llegar”. Tuit lanzado. Los algoritmos —siempre tienen su gran papel— detectaron la demanda de búsquedas sobre un tal “Mark Violets” y devolvieron resultados de manera exponencial. Como una barra de bar de 500 metros en sanfermines. La bola se hace enorme: demasiados profesionales, incluido un corresponsal de la Casa Blanca, sin hacer bien su trabajo. Demasiados ciudadanos a los que les da lo mismo la realidad: tienen su relato. ¿Importa que sea verdadero? El tal “Mark Violets” resulta ser Marco Violi, despierto en Roma de madrugada. Las primeras fotos del tirador abatido no guardan relación física con Violi. Alguien se da cuenta. La cuenta, anónima, de Twitter que apuntó a Violi decide borrarse. El FBI investiga al autor real, Thomas Crooks, y sus motivaciones para atentar contra Trump. ¿Cuántos estadounidenses seguirán pensando para siempre que el atacante era el italiano?