Tal día como hoy, hace 1990 años, un grupo de amigos disfrutaba de su última cena juntos. Jesucristo y sus discípulos, según la Biblia, se reunían alrededor de una mesa a modo de despedida y pasaban a formar parte de la posteridad, hasta el punto de que aún hoy celebramos la Semana Santa, aunque ya buena parte de nuestros y nuestras jóvenes no terminen de saber muy bien por qué. Entre tanto, la comunidad cristiana, inercias aparte, se ha desmoronado cual castillo de naipes y se concentra en pequeños reductos de firmes convicciones y una serie de valores que, en mi opinión, son su principal patrimonio a día de hoy. No me gusta ir a misa, porque son tremendamente aburridas, pero aún en momentos de debilidad me santiguo a escondidas. No rehúyo las preguntas de los pequeños, directas: aita (edo osaba), zuk sinisten duzu? Les invito a pensar por sí mismos, a huir de complejos y dogmas también. A modelar su fe o sus creencias a su antojo. Yo creo que Dios, en la forma que sea, existe dentro de cada uno, si uno quiere, y que la fe mueve montañas y alimenta también algunos trastornos. Aún me siento, aunque muy en la periferia, dentro de esa comunidad cristiana que se educó en unos valores. Pero si me preguntan de nuevo, lo mejor es creer en uno mismo.