Galicia es un lugar donde se pueden hacer cosas que en cualquier lado estarían prohibidas. Por ejemplo, acceder en coche a la pista de un aeropuerto. Camino a O Grove, una de las salidas de una rotonda es la entrada a la pista de un aeródromo que quiso ser transoceánico para que los neoyorquinos pudieran volar a comer marisco en A Toxa. Aquel proyecto faraónico, de los que aún se hacen aunque hayan pasado 2.000 años desde que Cleopatra murió, decayó cuando Vigo, ciudad especialista en navidades, abrió su aeropuerto a 30 kilómetros en línea recta, unos 64 en líña da costa galega. Cuando el primer avión aterrizó en Vigo, A Lanzada ya tenía lista una pista. Nadie dio luz verde para funcionar. Inútil, hoy podría acoger una misa del Papa o el gran mitin de regreso de Rajoy, asiduo de A Lanzada. Quizá se refugió en este paraíso cuando Pontevedra lo declaró persona non grata. Avisó de la gravedad de la decisión: el Ayuntamiento no se había atrevido “ni con Hitler ni con Stalin”. Muertos para 1954, ninguno hubiera aterrizado en un aeropuerto que hoy estaría repleto de neoyorquinos desesperados por llegar a la Navidad de Vigo. Y, sin embargo, es un aparcamiento para 800 coches y una escuela de surf. He ahí el acantilado que separa lo que quisimos ser y lo que somos. En este caso, por fortuna.