Nuestros datos personales se rifan probablemente en alguna tómbola con varios boletos ganadores. O quizá simplemente se venden a todo pichichi. Quizá es sólo culpa mía, que no he sido lo suficiente celoso, pero últimamente no hago más que recibir llamadas de gente que no sabe pronunciar mi nombre, aunque lo tiene escrito en un papel. El otro día una operadora intentó decir Mikel Gotzon, pero entre la T y la Z se le abría un abismo. Tres veces se esmeró y terminó pidiéndome perdón ante la certeza de que cabía margen de mejora. En este caso era una ONG con la que ya he coqueteado anteriormente, pero el grado de intromisión y acoso, entre unos y otros, es ya inaguantable. Y también los intentos de engaño. Hasta en dos ocasiones, sólo en el último mes, se han hecho pasar por mi operador de telefonía en un caso y por mi comercializadora de energía, en otro. En ambos casos, llamando desde teléfonos móviles que cortan la comunicación en cuanto empiezas a poner los puntos sobre las íes y ven que pinchan hueso. De los enlaces fraudulentos en la propia línea de comunicación por SMS con tu entidad financiera, ni hablamos. Hasta el banco te advierte de que no cliques, aunque el mensaje te llegue por el canal habitual. ¿Hacia dónde vamos? ¿Es esto lo que nos espera?