T odos conocemos a alguien que sea quejica, o serlo nosotros mismos, porque es una conducta muy habitual. Somos más los que nos lamentamos de que hace frío, calor, de que me han dicho esto o lo otro, que los que aceptan todo con una sonrisa. Quien más quien menos manifiesta su desagrado con lo malo que le pasa en la vida. Normal. Pero, como en todo, hay grados. Y hay gente que se queja de todo, sin poderlo remediar, con humor gracioso o con amargura contagiosa. Algunas personas, además, creen que la suerte les tiene manía porque es a ellas en concreto a las que el mal se dirige como si fueran un pararrayos de desgracias. Sin serlo en realidad. Ahora me entero de que esta conducta tan habitual tiene nombre: síndrome de Calimero. Desde 2017, los psicólogos pueden usar esta denominación para calificar ciertas formas de actuar que, según dicen los entendidos, tienen que ver con importantes sufrimientos del pasado, aunque las quejas actuales se centren en tonterías del presente. En los lugares del mundo que estos días llenan los medios de comunicación y nos encogen el corazón no hay lugar ahora para la queja tonta porque a todos les ha caído la verdadera desgracia. Ojalá los niños puedan sobrevivir y, de mayores, ser simplemente quejicas y lamentarse de cualquier bobada.