Que los derechos nunca se pueden dar por conquistados es una verdad que se confirma cada día. No hay descanso en su defensa porque siempre hay al acecho ideologías, intereses o prejuicios dispuestos a dar marcha atrás en los avances en favor de más libertad. En Europa estamos comprobando que la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial no acabó con el virus del fascismo, que solo consiguió contenerlo en un estado de hibernación. Ahora que ha encontrado un contexto favorable ha despertado con creciente capacidad de influencia, tal y como lo estamos viendo en lugares como Italia, Finlandia, Hungría o Polonia. Los partidos de corte ultra o fascistoide ganan adeptos en la mayoría de los paises de la Unión Europea, espoleados por el problema de la inmigración, y la desafección hacia el proyecto comunitario. De ese magma fluyen reacciones bien planificadas contra los colectivos vulnerables, como el LGTBI, o negacionistas de la violencia machista. Se decía que España estaba a salvo, encapsulada como estaba la extrema derecha en los anchos márgenes del PP. Ya no es así, se ha emancipado y arrastra a los ‘populares’ a vergonzosos acuerdos que ponen en riesgo las libertades individuales y colectivas. Su blanqueamiento político y mediático y la normalización de sus postulados más ultras ha situado a Vox a un paso del gobierno español. Esa es la realidad del 23-J.