Muere Carlos Saura. El viernes anterior lo había hecho Paco Rabanne, y en la redacción se frivoliza sobre quién puede caer el viernes que viene. No crean. Los periodistas tenemos nuestro corazoncito, pero hace falta relativizar esto del vivir y morir, porque de lo contrario los músculos de la jeta van adoptando con el tiempo un rigor mortis del tipo José María Aznar, y tampoco es plan de ir perdonando la vida al personal con miradas fulminantes. El caso es que va y aparece en la gala de los Goya apoyado sobre una muleta Fernando Esteso –lo había mandado a criar malvas antes de tiempo–, y él mismo reconoce que le queda un suspiro para sumarse al club. Y así, a lo tonto, en las conversaciones cada vez están más presentes los muertos, y hay días que me siento un poco plañidera. O vieja del visillo, como quieran: que si este ha cascado, que si el otro la palmó hace diez años y no me había enterado. Y como esto del morir es siempre cosa de otros, al menos hasta que se demuestre lo contrario, seguiremos atentos a la jugada, no vaya a ser que el de la guadaña nos visite sin habernos cambiado de ropa interior. Mirándolo bien, la muerte no es para tanto. Te quedas dormido y no hay que levantarse de madrugada a mear. Además, tal y como estamos dejando el planeta, la única manera de salvarlo puede que sea nuestra extinción.