Siendo niña, volví de unas colonias de verano con un nuevo concepto aprendido: la contaminación. Mientras en aquel campamento, con todas las horas llenas de actividades divertidas, aquella nueva idea no me molestó, al llegar a casa empezó a preocuparme, y mucho. Me recuerdo mirando por el balcón y fijándome en los tubos de escape de los coches, que no paraban de expulsar sus gases. Pensaba que si cada vez había más humos llegaría un momento en el que el aire solo estaría compuesto de contaminación y moriríamos todos asfixiados. Sentía una especie de ecoansiedad que, por lo visto, afecta ahora a muchas personas jóvenes, que ven cómo el planeta pierde sus constantes vitales conocidas y se dirige a un camino poco deseable. A pesar de entender mejor las cosas que cuando era una cría, ya no siento esa ecoansiedad, aunque sí una ecorresignación. Dejamos el coche, vamos en autobús, separamos las basuras todo lo posible para que las instituciones públicas si pueden las reciclen pero me cuentan que ese tetrabrik de leche que doblo para separar y la pasta de dientes que va con él al contenedor amarillo no se pueden reciclar. Me siento engañada y aburrida de hacer cosas que no sirven, mientras que los que sí pueden decidir generar menos residuos no se mueven. l