Marian Uribetxeberria lleva casi cuatro décadas dedicada a un oficio tradicional que ha marcado el destino de muchas mujeres en la costa vasca. Nacida en Legazpi, tierra adentro, fue un verano en Getaria con su familia el que anticipó el rumbo de su vida: acabaría trabajando de cara al mar. “Me gustaba este trabajo; me llamaba la atención”, recuerda. Tenía 24 años cuando comenzó como redera y, hoy, con 60, sigue ejerciendo este oficio que combina fuerza, técnica, paciencia y tradición. Actualmente preside la Asociación de Rederas y Neskatillas de Euskadi, desde donde defiende con convicción y orgullo un trabajo que a menudo ha sido invisible.
Unas tías de su marido, vinculadas a la actividad pesquera a través del barco familiar 'San Prudencio', le enseñaron los secretos de la profesión. Aprendió a montar redes con distintos tejidos, grosores y tamaños de malla, a adaptar cada aparejo a las dimensiones de la embarcación y a repararlas con rapidez ante cualquier rotura inesperada. Su historia es la de muchas mujeres que han vivido entre nudos, cuerdas y corchos, a pie de muelle, al sol, bajo la lluvia o el viento. Las rederas, artesanas del mar, han sido durante generaciones imprescindibles para que los barcos pudieran salir a faenar. “Sin motor un barco no puede ir a la mar; sin red tampoco puede pescar”, resume Uribetxeberria con contundencia.
Las cosen completamente a mano. Cada nudo, montaje y remiendo se realiza con precisión y una sabiduría acumulada. “Cuando empecé éramos unas 40 rederas solo en Getaria; hoy apenas quedamos siete, y cada una estamos vinculadas directamente a la gestión de un barco”, explica Marian. En Hondarribia son unas 14 las que siguen en esta tarea, y en Orio, siete más. Muy lejos de aquellos tiempos en que esta labor era compartida por decenas de mujeres en cada puerto.
Logros alcanzados
Pero su trabajo ha servido, al mismo tiempo, para tejer resistencia. En las últimas décadas, gracias al impulso colectivo y al esfuerzo de asociaciones como la que preside Uribetxeberria se han conseguido avances importantes. Uno de los hitos más significativos fue la obtención del coeficiente reductor para la jubilación –hasta entonces reservado a los hombres del sector pesquero–. “Ahora, además, ganamos un sueldo normal”, destaca Marian con satisfacción. También han logrado espacios de trabajo dignos, mobiliario adecuado, una grúa que aligera las tareas más pesadas, mejoras en los materiales e infraestructuras, formación especializada, prevención de riesgos laborales y acceso a certificados de profesionalidad.
El de redera ha sido siempre un oficio profundamente femenino, heredado de madres a hijas o entre parientes cercanas. Se aprendía en la práctica, en los muelles, con las manos, los ojos y la memoria. Las mujeres tejían y reparaban las redes que los pescadores rompían en el mar.
En todos estos años se ha avanzado, sí, pero no lo suficiente. El relevo generacional no llega. “Hay que estar 24 horas con el teléfono encendido. Por si se ha roto una red, por si hay que arreglarla con urgencia. La gente joven no quiere esto”, confiesa Marian con cierta resignación. Aunque matiza: “Ya no se trabaja de lunes a domingo”. A pesar de las dificultades, el cariño por su oficio se le nota en cada palabra. “Trabajar a pie de puerto, con sus cosas buenas y malas como cualquier trabajo, es muy bonito. La jornada se hace amena, nunca sabes exactamente qué te va a tocar. No es aburrido, pero hay que entenderlo”, manifiesta.
Ella y sus compañeras no solo reparan redes y aparejos: sostienen una profesión que habla de identidad, memoria, lucha y dignidad. Aunque todavía hay quien no la valora, Marian no deja pasar la oportunidad para alzar la voz. “Somos rederas, pero no tontas”, afirma con firmeza. Y para darle peso a su declaración, recuerda una escena curiosa: “Un día estaba trabajando con unas cuerdas. Vinieron unos mexicanos con dinero y me dejaron cinco euros; de apoyo moral sería. ¡Fíjate!”.
Desafíos
A la dureza del trabajo se suman nuevos desafíos: materiales industriales que poco a poco van desplazando la labor manual y artesanal de las rederas. También influye la reducción progresiva de la flota pesquera, con cada vez menos barcos saliendo a faenar. “No es solo un problema nuestro, es del propio sector”, lamenta Marian. Aun así, se consuela con lo que queda. Porque su lugar sigue en el muelle. “La pesca es algo nuestro, vasco, y hay que cuidarlo. Los puertos sin barcos no tienen gracia”, reivindica con esa mezcla de nostalgia y determinación que solo tienen quienes aman de verdad lo que hacen.
“Ser redera es que la red te enreda”, dice con una sonrisa cómplice. “Y así me enredó a mí”, sentencia.