Guiada por el ideal de un mundo más justo, Beatriz Yarza se unió a Médicos Sin Fronteras a comienzos de la década de los 80 para trabajar en los campamentos de refugiados salvadoreños en Honduras, en un contexto de represión gubernamental y escalada de la guerra civil en El Salvador. Justo un año más tarde, se enroló en la guerrilla salvadoreña. Tras 41 años en Centroamérica, en 2023 regresó definitivamente a Oñati. Su intención inicial era haber sido “una jubilada itinerante”, pero el país donde ha residido más de media vida está sumido “en una dictadura un poco peligrosa; tengo amigos en la cárcel y en el exilio”, cuenta. Desde que en marzo de 2022 el presidente Nayib Bukele decretara el régimen de excepción, la violación de los derechos humanos, las detenciones arbitrarias y la tortura son una constante. Lucha, internacionalismo, vínculos humanos y emociones intensas definen a esta comprometida oñatiarra, que ahora comparte todas estas experiencias en un relato único que lleva por título 'Guerrillas para la vida' (Txalaparta). El libro está a la venta en las librerías y en breve también podrá disfrutarse en formato 'ebook'.
Empecemos por el principio. Estudió Medicina Tropical en Amberes. ¿Por qué enfocó su carrera profesional hacia esta especialidad?
–Desde siempre tuve la intención de trabajar en el mal llamado “Tercer Mundo”, para lo cual era necesario conocer patologías como la malaria, filaria, leishmania…; enfermedades propias de estos países que no se estudiaban en la carrera convencional de España. Además, el enfoque en Amberes era muy apropiado; te preparaban para trabajar en condiciones duras, con escasos recursos y poder, así, afrontar la situación y resolver prácticamente sola cualquier diagnóstico clínico. Nos enseñaban, por ejemplo, a tomar la muestra sanguínea, cultivarla y leerla en un microscopio solar, entendiendo que no contaríamos con luz eléctrica ni otros servicios como el laboratorio clínico. Te formaban para que fueras multifuncional en salud.
En 1982 comienza a trabajar en los campamentos de refugiados salvadoreños en Honduras. ¿Qué le lleva a emprender esta experiencia?
–Tenía 26 años recién cumplidos, por lo tanto, mucha juventud e ilusión. Lo vi como una oportunidad de poner en práctica los conocimientos adquiridos y de acercarme a Centroamérica, que desde el triunfo de la Revolución Nicaragüense, me atraía.
¿Cómo tomó la decisión de incorporarse a la guerrilla?
–Trabajé un año en el campamento de refugiados salvadoreños en Mesa Grande, donde teníamos que vivir, rodeados del ejército hondureño, muy hostil a los refugiados, a los que injustamente les consideraban guerrilleros o simpatizantes de la guerrilla. La convivencia constante con los refugiados me permitió conocerlos y, a su vez, conocer lo que ocurría en su país: las masacres a las que habían sido sometidos, las atrocidades que cometía el ejercito salvadoreño, el robo y desaparición de niños... Toda la crueldad que ejercían sobre la población civil campesina pobre que vivía en las zonas bajo control de la guerrilla. Al mismo tiempo que admiraba su dignidad y sed de justicia social. En un momento pensé que mi trabajo sería mucho más útil en la zona guerrillera que en el campamento, por lo que decidí incorporarme a las filas de una de las cinco organizaciones guerrilleras, las Fuerzas Populares de Liberación, FPL.
Hospitales de campaña, compartiendo el día a día con los guerrilleros, huyendo de los bombardeos… ¿Cómo vivió esos momentos?
–Fueron años muy intensos, muy interesantes y cargados de grandes sentimientos; en ocasiones con mucho dolor, en otras con mucha alegría y siempre acompañados de grandes aprendizajes. Años que me enseñaron la humildad y me dieron el coraje y la fuerza para seguir creyendo que un mundo mejor es posible
¿En qué condiciones trabajaban como médicos?
–En condiciones muy extremas. Podíamos improvisar un quirófano simplemente con una tabla apoyada en dos sacos de maíz. No contábamos con tecnología de ningún tipo, teníamos poco instrumental quirúrgico, nos tocó fabricar nuestros propios sueros endovenosos con un alambique de cobre, y en ocasiones no disponíamos de gasas ni de vendas, por lo que recurríamos a improvisar material de curación con restos de ropa que encontrábamos entre los escombros de los caseríos de la población bombardeados. Nuestro aparato de esterilización era un horno de barro, del tipo que los campesinos construían para hacer pan dulce, y calculábamos a ojo la temperatura… A pesar de todo eso, teníamos mucho éxito y nuestros heridos evolucionaban tan bien o mejor que los soldados del ejército en su moderno Hospital Militar. La creatividad, la ayuda mutua y el trabajo en equipo fueron claves para nuestro buen hacer.
“Improvisábamos un quirófano con una tabla apoyada sobre dos sacos de maíz y nuestro aparato de esterilización era un horno de barro"
Adoptó el nombre de ‘Aloña’, muy vinculado a Oñati.
–Era muy importante proteger la identidad. Había que usar un seudónimo y no dar nunca datos personales sobre la procedencia. En cualquier momento podían capturar a cualquiera, someterlo a tortura y sacar toda la información posible, de ahí, la necesidad de ocultar datos personales. Aunque en mi caso, al elegir como nombre 'Aloña', creo que para cualquier servicio de inteligencia quedaba bastante claro mi lugar de origen.
Nueve años en la guerrilla, hasta la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, que ponían fin al conflicto armado. ¿Qué le viene a la cabeza de ese histórico momento?
–Es uno de los más maravillosos de mis recuerdos, todo el país estaba eufórico y feliz. Hay fotos de ese día frente a la Catedral de San Salvador, rebosante de gente que emana la felicidad que supuso los Acuerdos de Paz. Toda guerra entraña mucho dolor y crueldad. Fue un momento sublime.
Todas estas vivencias las recoge en el libro ‘Guerrillas para la vida’. ¿Cómo surge la necesidad de escribir estas memorias?
Era algo pendiente y que me rondaba por la cabeza desde hace años. Me parecía importante dar a conocer nuestra experiencia, las crueles dictaduras de América Latina, y desmitificar lo que los medios dominantes han tratado siempre de defender, que las luchas armadas de América Latina eran cosa de “rojos, comunistas” y no de pueblos que vivían casi como en la época feudal, y que un día decidieron con dignidad alzar vuelo, empezar a exigir derechos, etcétera. Exigencias por las cuales fueron brutalmente asesinados, desaparecidos, de manera que no tuvieron mucha más opción que alzarse en armas.
“Quería dar a conocer las crueles dictaduras de América Latina y desmitificar que las luchas armadas eran cosas de rojos, comunistas”
Tras la guerra siguió en El Salvador. ¿Al frente de qué proyectos?
–Trabajé fundamentalmente en Salud Comunitaria, emancipación de mujeres, agua y saneamiento. Me gusta más trabajar en política sanitaria que en atención a pacientes.
Ha tenido una vida fuera de 'lo común'. Acumula infinidad de experiencias, muchas de ellas en el fragor de la guerra. ¿Qué ha aprendido en todos estos años?
–La importancia del trabajo en equipo, la ayuda mutua, y el coraje y firmeza que te da la creencia de que un mundo justo es necesario para mantenernos como civilización. La desigualdad y pobreza actual nos deberían envilecer y dar vergüenza. Creo que como civilización no hemos aportado nada bueno.
“La desigualdad y la pobreza actual nos deberían envilecer y dar vergüenza. Creo que como civilización no hemos aportado nada bueno”
Regresó a su localidad natal en 2023. ¿A qué dedica ahora su tiempo?
–A disfrutar: del cine, la lectura, a pasear... He estado muy entretenida con el libro. En los ratos libres colaboro con la asociación Hotz Oñati que se dedica a la sensibilización sobre la migración, apoyando a organizaciones como Zaporeak, el Aita Mari…
El libro tuvo su puesta de largo el 11 de abril en Oñati. ¿Tiene previstas más presentaciones?
En Bilbao estuvimos el 15 de abril, y también vamos a presentarlo en Gasteiz (Eva Forest Liburutopia), en Donostia (Marruma Elkartea), en Barcelona, Iruñea y a finales de mayo grabaré en el programa de Pablo Iglesias de Canal Red.