Muchas veces, cuando soy presentado en público, se refieren a mí como “crítico gastronómico”, algo que siempre corrijo matizando que soy un “periodista gastronómico” y no un crítico. Cursé la carrera de Ciencias de la Información en el Campus de Leioa de la EHU y la vida y las circunstancias que la rodean, las causas y azares que cantaba Silvio Rodríguez, me llevaron a especializarme en el periodismo gastronómico, sector en el que chapoteo como puedo debido a mi mala e incómoda costumbre de decir lo que pienso en momentos en los que no a todo el mundo le parece oportuno.

Pero, insisto, a pesar de que me puede la sinceridad, de que como dice un buen amigo, “cada vez que hablo sube el pan”, y pese a que puedo ser terriblemente crítico con el statu quo gastronómico, no me considero un crítico gastronómico, no al menos entendiendo esa denominación como se hace habitualmente: como la de un juntaletras que cuando acude a un restaurante no se queda contento si su crónica no contiene dos o tres reproches acerca del servicio, la comida o la temperatura del aperitivo. Lo malo de los críticos es que adquieren tal reputación que al final tienen que criticar algo aunque todo haya sido excelso, no vaya a ser que les tomen por blandos o complacientes.

En lo que a mí respecta, cuando acudo a un restaurante trato de hacer hincapié en los aspectos que más me han gustado, los platos con los que más he disfrutado y lo que, en mi opinión, debe solicitarse en dicho lugar. Y si algo no es de mi agrado, mi costumbre es hablarlo directamente y en privado con el chef o el maître.

Eso sí, hay ocasiones en las que la experiencia ha sido tan desastrosa que he optado por hacer una crítica de libro, y no por emular a mis más temidos colegas, sino porque hay veces en las que considero que el restaurante merece un aviso público, una colleja, un toque de atención, porque de no recibirlo las consecuencias van a ser nefastas para él. 

Viene esto a cuento de que a lo largo del verano un día fui abordado en la Concha por un paseante entrado en años que me lanzó un rotundo rapapolvo debido a que, según él, yo era el autor de una devastadora crítica de la que él había sido víctima en el pasado. El iracundo restaurador se identificó como el expropietario de un restaurante del Goierri del que en su día escribí un enérgico apunte. Y sí, tengo que admitir que de golpe recordé, con un hilillo de sudor en mi frente, unas kokotxas de nefasto recuerdo, un servicio bastante pobre y una comida, en general, tan decepcionante que decidí, contra mi costumbre habitual, hacer una crítica, eso sí, insisto, con el fin de que la sacudida recibida por la misma hiciera espabilar a los responsables del restaurante y les llevara a reconocer y corregir sus errores que, de seguir así, en mi opinión, habrían sido letales para ellos.

Usé estos argumentos con mi interlocutor, pero éste, lejos de escucharme, no cesaba de repetir que “podía haber perjudicado a su familia”, “le podía haber llevado a la ruina”… Incluso en un momento de exceso dialéctico sugirió algo como que “si al día siguiente te llego a encontrar con la escopeta…” cosas de esas que uno dice en caliente. En cualquier caso me alegré de no haber coincidido con él aquel día y le insistí en que dudo mucho (y lo dudo sinceramente, créanme) que una crítica mía pudiera tener unas consecuencias tan apocalípticas

Logré aplacar los ánimos del paseante, que siguió su camino, y no pude evitar, en cuanto me aseguré de que no se dirigía a una armería, localizar y releer la crónica, que databa nada menos que de 2016, y que reproduzco aquí, cambiando el nombre del restaurante al que llamaré, como homenaje al estado de su propietario, Haserre (enfadado, en euskera):

‘Haserre': se tiene o no se tiene

Cuando un restaurante no es capaz de dar un servicio a la carta en condiciones a dos personas que se presentan a las 14.30 horas, debería decirlo al comensal. Así éste decide si quiere comer el menú del día o buscar otro lugar, pues aún no es tarde para acercarse a otro restaurante de los alrededores. Y no pasa nada. Si los clientes optan por el menú, dos menús más que entran, y si deciden irse, no se pierde nada.

Ayer en el Haserre de Goierri optaron por servirnos a la carta como si nada. Nos decantamos por la sopa de pescado, un plato de kokotxas de bacalao y una chuleta de ternera.

La sopa estaba correcta pero pecaba de falta de sabor, de fuerza. Las kokotxas estaban acompañadas de una salsa verde bien ejecutada pero el producto era muy pobre, acuoso, en un conjunto mal ligado. La chuleta estaba hecha como nos gusta, tostada por fuera y roja por dentro, pero el interior estaba frío. Fue el único plato sobre el que comentamos nuestra opinión, pero ante la opción que se nos dio (darle unas vueltas más en la plancha), optamos por dejarla tal cual. El acompañamiento de patatas fritas congeladas terminó por completar el cuadro.

No había postres caseros, pero esto se nos advirtió, indicándosenos que el fin de semana sí los hay. Y se nos sirvió una tarta de manzana de obrador que sin ser para echar cohetes, resultó lo mejor de la comida.

Nos hubiera gustado comentar algo positivo, pero incluso el vino, un Baigorri de 2007, se encontraba en ese punto de declive sin retorno al que llegan muchos crianzas cuando se acercan a su décimo año de vida.

Lo dicho, comer comimos, pero cuando alguien acude a un restaurante a la carta, espera una experiencia más cuidada, sobre todo cuando se pagan 44 euros por persona, precio por el que se puede comer estupendamente en los alrededores.

No dudamos que el fin de semana mejorará la cosa, y que seguramente concertando el menú Haserre ofrecerá diferentes sugerencias mejor trabajadas. Pero nos remitimos a lo comentado: cuando se sabe que no se va a poder ofrecer un buen servicio a la carta (y eso los que mejor lo saben son los responsables y los cocineros del local), se admite, se comunica al comensal y punto. Todo no vale. Se tiene o no se tiene.

Una crítica comedida

Esta era la terrible crítica que me reprochó el caminante. No sé qué pensarán los lectores, pero mi sensación al releerla fue de alivio. Me reafirmo en que no fue una crítica gratuita, que fue comedida, que no contenía ninguna exageración, falsedad o calumnia y que críticas mucho más duras y crueles son publicadas día a día en las redes, en foros como Trip Advisor o incluso en periódicos serios por los críticos incontinentes que menciono al inicio.

El episodio, en cualquier caso, me sirvió para ser aún más consciente de algo que siempre he pensado y que hace que me contenga cuando saco a relucir mi lado tocapelotas: que las críticas pueden doler y tener consecuencias funestas. La persona que habló este verano conmigo, nueve años después seguía dolido por un toque de atención que, a mi humilde entender, no supo o no quiso analizar en su día. Con lo que imagínense cómo pueden sentirse las víctimas de críticas hirientes, falsas o crueles. Como periodistas, como analistas de la realidad, debemos tener tacto y sensibilidad, aunque a veces sea complicado guardar las formas.