El debate lleva tiempo arraigado en los despachos de los economistas y ha empezado a saltar al ámbito político. ¿Está en ciernes una nueva recesión global? Y, sobre todo, ¿de qué magnitud? Lo cierto es que no hay consenso, aunque existen datos para considerar tanto una respuesta afirmativa como una negativa. E incluso para dudar. No obstante, lo incuestionable es que se está gestando una desaceleración de la actividad económica y que no está claro en que escenario puede desembocar.

El componente principal es la inflación, que la semana pasada alcanzó ya los dos dígitos en tasa interanual (10,2%). La guerra en Ucrania, junto a los problemas de suministros a la industria desde Asia y el parón de la economía en China por los últimos confinamientos en Shanghai, han disparado el IPC. No obstante, este recalentamiento ya se venía cociendo con anterioridad a febrero, merced al incremento de la electricidad y los combustibles. El indicador situó su variación anual en el segundo mes del año en el 7,4%, más de un punto por encima de la registrada en enero. Es decir, que en cinco meses la subida ha sido de casi cuatro puntos porcentuales. Un ritmo que ha descuadrado las previsiones de los responsables económicos de las administraciones y también de los hogares, que han visto como el encarecimiento de la cesta de la compra diaria se acentúa cada día, especialmente en la alimentación. 

Esta situación llega en un contexto en el que existen elementos que pueden coadyuvar para que llegue la recesión y otros que sugieren que esa posibilidad es improbable o, cuando menos, lejana. Técnicamente, para que exista una recesión el PIB debe acumular dos trimestres consecutivos en tasa negativa, lo que parece inverosímil a nivel estatal en un momento en el que, pese a los precios, el turismo y el consumo asociado a él van a tirar hacia arriba de la economía. Aunque, eso sí, solo por unos meses. 

Otra de las razones que inducen a no dejarse llevar por el pesimismo extremo la dieron la semana pasada los expertos de Laboral Kutxa. La economía española, por su “claro retraso” en términos de crecimiento en comparación con las de su entorno cercano, aún está en ciclo expansivo; es decir, que está pendiente de recoger los frutos de la reactivación comenzada el año pasado. La menor dependencia del gas ruso respecto a economías como la de Alemania o Italia también juega a su favor, así como los datos de creación de empleo. Sin embargo, las amenazas están ahí. Al Banco de España no le gusta minimizarlas. El pasado 10 de junio, su director de Economía, Ángel Gavilán, no negó el riesgo de recesión, pero afirmó que es menor que en otros países.

Porque existen otros factores que inducen a pensar que la recesión, o cuando menos una crisis con efectos duraderos, está por venir. En Estados Unidos, donde los economistas llevan dando meses la alerta sobre la inflación, hay voces que la ven inevitable para comienzos de 2023, y de ahí se extendería a una Europa en la que las consecuencias serían más graves por el impacto de la reducción de las importaciones de gas y petróleo de Rusia. La OCDE ya ha avisado de que “el ritmo de la recuperación va a moderarse” y el Banco Mundial estima que el crecimiento global a fin de año será del 2,9%, cuando pronosticó en enero un ya de por sí cauto 4,1%. ¿Los argumentos? La tasa de ahorros de los hogares baja por el efecto de la inflación y la confianza del consumidor está cayendo en picado en todos los países, lo que amenaza con dañar a las empresas. La Reserva Federal ha subido los tipos de interés y el BCE se apresta a hacerlo, pero deben afinar para que este reajuste no provoque tras el verano la llamada inflación de segunda ronda, cuando lleguen subidas salariales para compensar el IPC. Además, en el caso de España, planea también su alto volumen de deuda pública.