Tengo una seguidora en redes sociales que me dice que parezco el portavoz de los tanatorios, dado que suelo publicar, más habitualmente de lo que yo quisiera, esquelas de personas del sector primario que han destacado por su trayectoria profesional, por su contribución al asociacionismo o, simplemente, porque eran un referente para mí.

Pues bien, esta semana ha fallecido José Mari Gorritiberea, un ganadero de Zumaia que durante muchos años recorrió la geografía vasca acudiendo a las fiestas populares de pueblos y barrios rurales con sus becerros, ponis y demás animales. 

Su público era principalmente infantil y juvenil pero, acusándolo de maltrato animal, fue denunciado, allá por el año 2016, por algunos colectivos ecologistas y animalistas, lo que provocó la desazón de José Mari y su retirada.

José Mari Gorritiberea, como tal, es un total desconocido para la población pero les garantizo que son miles de vascos los que conocen y han disfrutado mucho con su espectáculo Gorriti y sus animales, que frecuentemente constituían la base de un programa de festejos parco y austero, dados los pocos medios con los que contaban las comisiones de fiestas de estos pueblitos y barrios rurales. Yo solía acudir con mi hijo, y toda su cuadrilla, al festejo que Gorriti montaba en las fiestas de Lemoiz y les certifico que los críos se lo pasaban chupi.

Gorriti, además, acercaba a estos miles de niños y adolescentes, además de a sus progenitores aún relativamente jóvenes, a los animales de su caserío, puesto que él tenía meridianamente claro que esta gente tenía muy poco contacto, cuando no nulo, con animales reales, más allá de las mascotas que pululan por nuestras localidades.

Pues bien, al parecer, el pecado de Gorriti, pecado también extensible a otros ganaderos actuales que trabajan con vaquillas bravas organizando encierros callejeros (sokamuturra), fue acercar el mundo de los animales del caserío a unas gentes que el único animal que conocían era Mickey Mouse, el oso Yogui o su mascota, mayoritariamente, un perro. 

Por ello, según los contrarios a este mundo, humanizar a los perros, llevarlos de compras al súper, habituarlos a vivir con el termostato a 22ºC, vestirlos con gabardina cada vez que llueve, comprarles galletas especiales para limpiarse las encías y juguetes para pasar el tiempo, todo ello no es maltrato animal sino cuidarlo como debe. 

Así, en consecuencia, todo aquello que no cuadre con este marco mental y con su modo de pensar es calificado como maltrato animal. En fin, siendo fino, ¡que les den!

Por suerte, los encierros callejeros (sokamuturra) para el público juvenil se van recuperando en muchos pueblos que los dejaron de celebrar, bien por una legislación errónea, bien por unos políticos locales timoratos que se echan para atrás a la primera de cambio por el qué dirán determinados colectivos y partidos que se arrogan para sí la opinión mayoritaria de la gente. 

Ahora bien, lo que es mejor es que este resurgir de la sokamuturra en estos pueblos viene de la mano de la gente joven, que defiende esta tradición con una fuerza inusitada y con mayor bravura que los propios animales.

La sociedad actual, mayoritariamente urbana, ni conoce los animales salvajes, salvo que vayan a Cabárceno o a cualquier otro zoo, ni conoce los animales que viven en las cuadras de nuestras explotaciones. Sólo conocen a su mascota y por ello rechazan de plano cualquier otro planteamiento de trato animal que no sea el dominante en la mentalidad urbana.

Esta distorsión no es más que un excelente ejemplo del alejamiento entre la parte urbana y la parte rural que conviven en nuestra sociedad aunque muchas veces, pienso, coexisten como dos carreteras paralelas sin punto de encuentro alguno y con una carretera, la urbana, por donde circula gran parte de la población y con la otra, la rural, con una población menguante.

Este desencuentro, lamentablemente, va a más y no parece tener remedio si las instituciones se empeñan en acumular todas las oportunidades laborales, las promociones de vivienda, la oferta educativa, los servicios bancarios, las alternativas culturales y los servicios socio-sanitarios en las ciudades y sus entornos, despojando a los municipios rurales y a sus habitantes de casi toda esperanza de futuro. 

Todavía recuerdo, perdónenme esta confesión, tan real como la vida misma, a un alcalde de un diminuto municipio vasco que optó por mudarse a otro municipio mayor con el argumento de que su hasta entonces pueblo no era una buena opción para una familia joven con críos. 

En fin, acuérdense de Gorriti, dotemos tanto a la cuestión de las fiestas populares como al desarrollo rural de mucho sentido común y, seguramente, todo irá mejor.