Me imagino una reunión familiar en casa de los Van der Poel, y no estoy seguro de quién contará más batallitas, si el abuelo Poulidor, el padre Adrie, o el nieto Mathieu; los tres con un enorme palmarés ciclista. Probablemente hasta hace poco el joven Mathieu sería un testigo mudo de las hazañas de su padre y de su abuelo. El abuelo Poupou no les dejaría en paz con el Tour que le ganó Anquetil, tras su duelo épico en el Puy de Dôme en 1964, con los catorce segundos que le faltaron en la cima del viejo volcán para hacerse con el maillot amarillo, quizá Poupou lo contaría enfadado con los españoles Julio Jiménez y Bahamontes, que le birlaron los segundos de bonificación en la cumbre, necesarios para alcanzar el liderazgo. Y seguramente Adrie, casado con la hija de Poupou, respondería con su Amstel Gold Race de 1990, o el Tour de Flandes del 86, o la Lieja del 88, o la Clásica de Donostia del 85, sus mejores victorias, sus monumentos ciclistas. O su Mundial de ciclocross del 96. Pero eso sería hasta ayer. Desde ahora Mathieu ya no será un oyente, desde ahora les contará cómo ganó la Amstel de 2019 de una manera espectacular, magistral.
La Amstel de este domingo pasado fue una clase de ciclismo del bueno, cargada de lecciones. La primera, que dos escapados deben colaborar hasta el final; si no lo hacen, están cavando su propia tumba. El domingo, a un kilómetro de la meta en Valkenburg, nadie podía sospechar que la victoria se les escaparía a Alaphilippe o a Fuglsang. A un kilómetro de meta aventajaban a sus perseguidores en casi medio minuto, de una renta de 45 segundos duramente conquistada en un gran ataque del francés, y bien administrada hasta ese kilómetro fatídico. Pero ahí, uno y otro escatimaron esfuerzo. Es verdad que tenían una rencilla latente desde la Strade Bianche de este año, cuando los dos se plantaron solos en la cuesta que da acceso al Palio de Siena, allí Fuglsang colaboró y fue vencido con holgura por Alaphilippe. Ahora el danés estaba decidido a cambiar ese final. Le atacó sucesivas veces, siendo contrarrestado con facilidad por el galo, y al final, desconfiado tras la experiencia de Siena, levantó el pie, lo mismo que Alaphilippe. En circunstancias normales, hubiera bastado para asegurarse el triunfo, pero desconocían que por detrás venía tirando como una locomotora desbocada Mathie Van der Poel. Tanto que les engulló la distancia en la propia recta de meta, y, enlazando su esfuerzo con el sprint, los rebasó con una potencia descomunal. La segunda lección, esta última válida también para la vida: nunca hay que darse por vencido, hasta el último aliento uno debe dar lo mejor de sí en todo lo que haga.
Quizá este joven corredor de 24 años sea la esperanza para el ciclismo holandés de encontrar un vencedor del Tour de France que haga honor a su gran afición por el deporte de los pedales. A pesar de sus grandes corredores, sólo dos holandeses han vencido en el Tour, Jan Janssen en 1968, y Joop Zoetemelk, un corredor injustamente tratado como chuparruedas, en 1980. Joop, que se dio el gran regalo de fin de carrera venciendo en la Amstel de 1990, a la edad de 41 años. Creo que Mathieu Van der Poel puede ser ese corredor de Tour, porque sus triunfos en ciclocross, donde es campeón del mundo, y en bicicleta de montaña, muestran una disposición para los esfuerzos de intensidad alta y de larga duración, unos esfuerzos parecidos a los que suponen los grandes puertos de la ronda gala.
Pienso en la saga familiar de los Poulidor-Van der Poel, y reflexiono sobre la importancia de la genética en el deporte de elite. ¿Es genético o circunstancial hacerse ciclista? Mirando a la saga tengo mis dudas de qué pesa más en la balanza. Es cierto que tendrán unas condiciones físicas heredadas, favorables, pero también lo es que, desde niños, en esa familia han visto ciclismo, han escuchado hazañas de ciclismo, y estas les han instalado el deseo de emularlas, de ser ciclista. Y el deseo es el motor más poderoso para orientarse hacia las metas. Recuerdo una anécdota personal. Disfrutaba de un domingo con mi familia en las campas de Oialeku, una majestuoso hayedo cerca de Artikutza. Corría y jugaba lanzándome sobre un bosque tupido de helechos cuando noté una intensa vibración dentro de mi oído. Grité. Mis padres acudieron y les conté que algo se me había metido en el oído, un animal que vibraba dentro. Sin perder un minuto, cargamos el coche y regresamos a Donostia, para ir al Cuarto de Socorro. Allí, dos enfermeros veían en una televisión en blanco y negro el resumen del campeonato del mundo de ciclismo que ganó Vittorio Adorni. Ellos dejaron de mirar la televisión y con una manguera de agua a presión me extrajeron un gran tábano de la oreja. ¿Qué peso tuvo esa escena ciclista en mi orientación para hacerme corredor? Creo que mucha. Son las correspondencias que decía Baudelaire, que nos enlazan deseos, destinos, sueños, y sin saberlo marcan nuestra ruta.