Las galas de premios son como la sala de espera de la sanidad pública, vas viendo que va pasando todo el mundo y a ti no te llaman. Si encima ni siquiera estás en el patio de butacas y lo ves desde el sofá te conviertes en un auténtico sufridor en casa, como aquellos de Chicho, pero sin esperar demasiado ya descubres que para ti no va a haber premio.
Y no me refiero a un cabezón, sino a una gala televisiva entretenida, con ritmo, creativa, que sorprenda o al menos deje algún momento para recordar. Pero ya quedó claro, demasiado pronto, que no iba a haber nada de eso, aunque, eso sí, a quienes nos dedicamos a escribir del asunto nos regalaron bien pronto dos titulares que valen para resumir esta gala: “¡Qué nivel, Maribel”, que le dijo Watling a Verdú (las dos estuvieron correctas) nada más empezar la cosa en una gracieta de guion, y el improvisado “¿Qué pollas es esto?” que soltó Salva Reina, incrédulo, al recoger el premio al mejor actor de reparto y que tan bien resume esta gala que resultó tan pretendidamente anodina como infinita en su intento de no meterse en fregaos cuando demasiada gente acudió con las antorchas encendidas y un nombre en su cabeza, Karla Sofía Gascón, que ni se la esperaba ni fue.
Así que todo quedó en manos de los discursos de los premiados, en sus excesos y defectos, para emocionar en una gala que, de otra manera, no hubiera provocado ningún sentimiento más allá del cabreo por los problemas de sonido.
Pero sí, al final hubo un momento memorable, aunque fuera por otra chapuza, cuando en el premio gordo, el de mejor película, Belén Rueda leyó la tarjeta donde ponía El 47 y resulta que dentro del sobre había una segunda tarjeta con La infiltrada, y en otro folio aparte estaba escrito con letra diminuta “ex aquo” (sic) y a partir de ahí el caos y la incredulidad por estos Goya que no se mojaron ni en eso. Por cierto, ¿tan difícil era escribir los dos premios en la misma tarjeta o avisar a quien lo iba a leer?