José Luis Zumeta comenzó a perjeñar el mural de Usurbil en 1972. Tenía 33 años, estaba lleno de “energía” y era el momento de experimentar. El casco urbano de esta localidad terminaba aún en el frontón. Tras él, apenas una serie de terrenos de un caserío cercano, cercados por un murete. Se apostó por urbanizar aquella zona y, por supuesto, la “inmensa pared” de la trasera del frontón no podía quedar vacía. El “reto” era grande. Antton Elizegi inmortalizó todo el proceso, que llevó doce meses, de abril de 1973 a abril de 1974. Se cumplen ahora 50 años de aquella efemérides y los fastos han comenzado con la restauración de la obra.

Parte de las imágenes que Elizegi tomó y que pertenecen a la colección de San Telmo, pueden verse en el centro cultural Sutegi, en una exposición que ha comisariado Usoa Zumeta, hija del pintor y también artista. Son fotografías en blanco y negro que contrastan con el expresionismo característico del autor. 

Todo está pensado. Usoa Zumeta ha optado por instalar las instantáneas sobre un fondo amarillo, que predomina en el mural original. “Pensé que las fotografías en blanco y negro sobre una pared blanca no representaban a mi padre, que les faltaba potencia”, asegura. Por ello, apostó por ese color. “Mi padre decía que las cosas había que hacerlas sin miedo, así que he ido sin miedo por ese amarillo y creo que así lucen muchísimo más”, ríe.

José Luis Zumeta, en el taller en el que trabajó en el mural de Usurbil. Antton Elizegi/Museo San Telmo

Éste no es el único guiño al original. La propia distribución de las fotos buscan seguir las formas que se sugieren en la monumental obra. De hecho, es tan grande que fueron necesarias 18 toneladas de barro para elaborar las 3.000 piezas, trabajadas una a una: “Hubo que amasar cada pieza, cortarlas y darle el volumen que necesitaba cada una, tallarla...”. Sólo el proceso de dar volumen, cuenta la hija del pintor, le llevó seis meses. 

Tras pintar el boceto en óleo, lo trasladó a 16 planos de otras tantas áreas en las que dividió la pieza. Era la única manera en la que podía trabajar. El Ayuntamiento le cedió un local pero las enormes dimensiones del proyecto le obligaron a fragmentar los procesos, trabajando en una dieciseisava parte de la obra cada vez: “Sólo lo vio completo cuando se instaló en la pared”. Después de dar volumen a las piezas, procedió con lo que se conoce como bizcochado, es decir, a su horneado. No obstante, el equipo que compró en Zaragoza tardaba mucho en calentarse. Es por ello que, para que no se “eternizasen” estas labores, una vez las 3.000 piezas estuvieron listas, cocieron la cerámica en la fundición Luzuriaga en dos hornadas.

En cuanto al esmaltado, a la técnica con la que aplicaría el tan característico color, también le trajo dolores de cabeza. “Es un proceso incierto” en el que no se puede controlar el resultado final. En este caso, sí que se usó el horno eléctrico que habían adquirido. “Siempre me he imaginado que fue un trabajo titánico que abordó él solo”. No hay duda de que la labor de aquel titán ha quedado para la posteridad.