o me cabe duda de que el uso de las flores en la cocina no es algo raro, extravagante, banal, o tan solo de palpitante actualidad. Basta con repasar la amplia bibliografía gastronómica para atestiguar que, en la cocina, también está casi todo inventado. Imagínense si la utilización de las flores es tan ancestral como naturalista, que con solo remontarnos a la Antigüedad clásica, podremos comprobar cómo los romanos perfumaban con ellas ya por entonces, sus platos.

En las recetas de Apicio, se habla de pétalos de rosa, de flores de mejorana en los picadillos y de salsas hechas con azafranadas flores de cártamo (alazor) e incluso aromatizaban los vinos con rosas o violetas. En concreto, se habla de un pastel de rosas, perfumado y adornado con los pétalos de esta flor. A los romanos también les fascinaban las flores de malva y al parecer, a Carlomagno le encantaban preparadas en ensalada, lo mismo que en los tiempos de la Baja Edad Media, los nardos constituyeron el vistoso capricho de varios reyes galos en más de un plato.

Bastantes siglos antes, en La Odisea, habla Homero de cierto país cuyos habitantes se alimentaban de flores de loto. Una referencia nada extraña si tenemos en cuenta que estas flores se han utilizado desde tiempos inmemoriales por la inimitable cocina china, junto a otras como la magnolia y el jazmín. Del mismo modo, la delicada cocina japonesa viene utilizando los crisantemos, entre otras flores, en distintos platos, en especial los de año nuevo, así como en ciertas ensaladas de los últimos meses del año. Según nos dice Eduardo Méndez Riestra en su interesante Diccionario del Gourmet, precisamente de estas influencias japonesas es de donde debió de beber Prosper Montagné, afamado cocinero y tratadista en el París de entreguerras, creador de una ensalada Francillon, que lógicamente las incorpora.

En Oriente Medio y extremo, las flores de rosa y de naranjo se han usado también desde muy antiguo, mientras que las regiones mediterráneas se han decantado siempre por las flores de calabaza y calabacín tanto como primer plato, como para utilizarlas de guarnición, rellenas, fritas, etc.

En la actualidad, en Oriente Medio se utilizan sobre todo los capullos de rosa secos como condimento o se hacen confituras con los pétalos de esa flor. Pero es, como ya hemos mencionado en Extremo Oriente, donde las flores participan con más frecuencia en la cocina propiamente dicha. Son muy comunes las ensaladas de pétalos de crisantemo o de magnolia, flores de jazmín y de hibisco con las aves y los pescados, lirio amarillo para condimentar las salsas y los caldos, por poner algunos ejemplos.

Los nardos tienen una gran relevancia en diversas especialidades de las cocinas indostánicas, mientras que en Indonesia se usan las flores de jazmín para perfumar platos de pollo y otras volaterías. Los pétalos de rosa tienen uno de sus reinos en países como Argelia o Túnez, donde las emplean con profusión para perfumar platos como el cuscús o ciertos guisos de cordero. En nuestra vieja Europa, las flores tienen sobre todo una utilidad aromatizante en bebidas y licorería. En las ensaladas, su papel suele limitarse principalmente a una función decorativa, sin embargo, es frecuente encontrar mantequillas compuestas que se condimentan con pétalos de flores de jazmín, de naranjo, de limonero o de ajo. La menta en flor casa a las mil maravillas con el pescado, así como las flores de tilo y de jazmín, que también pueden mezclarse a algunas farsas. Las violetas silvestres forman un feliz matrimonio con el buey, las flores de ajedrea con la ternera, las de salvia con el cerdo y los callos, así como las de menta y tomillo con el carnero. Y es que, en Francia no solo esta flor ha sido relevante en la gastronomía, sino que otras como la violeta han dejado su marca en algunas preparaciones de truchas, pichones o distintos tipos de tortilla y revueltos, sin olvidarnos de los aromáticos sorbetes, mientras que en el Midi, las flores del melocotón se empleaban en deliciosas ensaladas.

Incluso en España, quien piense que cocinar con flores es algo novedoso o pijotero, no tiene más que acercarse a los recetarios de la cocina andalusí y a los manuales de los cocineros de los monarcas españoles de los siglos XVI y XVII, para percatarse que ya hace mucho tiempo era norma general su utilización exhaustiva. Existen innumerables alusiones a los pétalos de rosas confitados, los pastelillos rellenos de confitura de saúco, el licor de alhelí, las carnes aromatizadas con flores de azahar; refinada costumbre que retomarían íntegramente los dos grandes cocineros de los Austrias, Diego Granado y Martínez Montiño. Hoy en día, los ejemplos son innumerables, incluso ya no solo en grandes templos gastronómicos sino en tabernas de picoteo.

Siempre hay que procurar, de todas formas, que las flores (como con las hierbas aromáticas) realcen el sabor del producto principal y que no lo enmascaren. Eso lo sabía bien hace más de 20 años nada menos quien reclamaba justamente para sí el nombre de cocinero de postres, como es Albert Adriá que en su delicioso libro Los postres de El Bulli nos ofrecía unos ejemplos apasionantes como el granizado de uvas con toques florales y frutas en el que interviene un sugestivo azúcar de rosas. Con la misma flor montaba dos preparaciones como son el sabayón de rosas y la gelatina de su agua, que acompaña a un helado de canela con granizado de mandarina, postre que según el propio autor señalaba, tiene claras resonancias marroquíes.

Pero quien se llevaba, también por aquel entonces, la palma en estos juegos florales es, sin asomo de dudas, el rebelde astro francés Marc Veyrat, que desde el cuadro encantador de su Auberge de l'Éridan junto al lago d'Annecy en Alta Saboya, (hoy a cargo de sus hijos) en la zona más bucólica de los Alpes, presentaba ya una deslumbrante cocina basada en singulares plantas y flores de su entorno natural. Como botones de muestra de sus recetas -portentos de sutil y difícil simplicidad- baste citar algunas lindezas inolvidables como los huevos de codorniz con flores de salvia y caviar, los salsifíes gratinados con sus flores, la dorada a los aromas de amapola y la tarta de pasta quebrada con fresas del bosque a la flor de saúco, con fritos de flores de acacia. Por no hablar de su consomé de violetas salvajes o los lenguados asados con idéntica flor de la que el propio Veyrat poéticamente señalaba que al mencionar la palabra violeta se piensa en el color símbolo de la elevación espiritual.

Como bien apunta la historiadora mexicana María de Jesús Ordóñez en su gran trabajo, Las flores comestibles, la flor era antaño el signo de lo noble y lo precioso. A lo que podemos añadir que hoy también.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía