o puede desligarse la segunda Guerra Carlista de la figura -para unos siniestra, para otros emblemática- de Manuel Ignacio Santa Cruz Loidi, párroco de la localidad guipuzcoana de Hernialde y natural de Elduaien, en las orillas del río Leizaran.

Nacido en 1842, las primeras escaramuzas carlistas le sorprendieron regentando la parroquia antes citada, en las cercanías de Tolosa. No dudó en cerrar bajo llave casullas y óleos para echarse al monte en 1972 y llevarse tras de sí a una partida de feligreses que le siguieron con admiración ciega.

Era Santa Cruz hombre austero y enérgico, con ciertas dosis de místico e iluminado y un extraordinario sentido de la estrategia bélica.

Para cuando se iniciaron las hostilidades, la partida de Santa Cruz llevaba ya meses haciendo estragos en Gipuzkoa. A su manera, es decir, por la vieja táctica de la emboscada. A medida que el Ejército carlista iba asentando victorias y poderes, el Cura Santa Cruz iba siendo llamado a la disciplina, a la integración en los organigramas militares. El Cura, desconfiando -quizá con razón- del peligro de una actividad subordinada a mandos extraños, hizo caso omiso de cuantas llamadas al orden le venían del general Lizarraga y siguió zurrando por libre a los liberales según su criterio y disposición le daban a entender.

Para finales del año 1872 Santa Cruz era ya todo un poder fáctico. Dicen de él que jamás disparó un tiro, pero le envuelve una abrumadora leyenda de fanatismo y crueldad entreverados con una mística entrega a la causa. El 14 de enero de 1873, el diputado general de Gipuzkoa pone precio a su cabeza y organiza batidas militares para perseguirle sin tregua. Pero sin éxito. El Cura Santa Cruz llegó a ser una pesadilla, una implacable alucinación que hizo de él leyenda y mito. Y no sólo para las autoridades gubernamentales, sino para los mismos jefes carlistas a quienes jamás se sometió en disciplina; no en vano venía él dando la cara en la lucha mientras los laureados generales de Don Carlos conspiraban en el exilio.

El comandante general de las tropas carlistas en Gipuzkoa, Lizarraga, se dedicó a entorpecer las belicosas emboscadas del Cura y su partida hasta el punto de plantear un consejo de guerra contra él. El Cura, para no ser menos, pide que se coloque al general en el mismo trance de banquillo.

Las maniobras de Lizarraga ante los mandos carlistas acaban por prosperar y se le declara rebelde en marzo de 1873 y, como rebelde, “condenado a ser fusilado dondequiera que fuera cogido, con dos horas de tiempo para disponerse”. El general carlista, como argumento definitivo, se agarró a una máxima que con el pasar del tiempo fue también enarbolada por autoridades y condenadores de la violencia “venga de donde venga”: los curas, a la sacristía.

Dicen que el Cura Santa Cruz ensayó alguna fórmula de entendimiento con Lizarraga, pero, eso sí, sin ceder del todo. Y, por si acaso, seguía con las correrías a su aire.

El segundo semestre de 1873 fue una persecución en toda regla contra el Cura y en diciembre cruzó la muga camino de su destierro definitivo. Lille y Londres fueron etapas de paso para su total alejamiento de los escenarios bélicos, y en enero de 1876 se vuelve a alistar, esta vez en el apostólico ejército de los jesuitas ingleses para la misión de Jamaica. Quince años de entrenamiento misionero y de militancia en la Compañía de Jesús, que le abrieron las puertas de Colombia desde 1891 hasta el 10 de agosto de 1926, fecha de la muerte del Padre Loidi, nuevo y póstumo bautismo del guerrillero Manuel Ignacio Santa Cruz.