Las etapas de montaña largas, como la de ayer a través de los Alpes italianos, con 222 kilómetros y 5.300 metros de desnivel a lo largo de cinco puertos, ofrecen un espectáculo distinto de aquellas etapas de montaña cortas, en las que todo se resuelve en el puerto final. En las etapas largas se experimenta una de las características del ciclismo como deporte, la de la resistencia. En ellas, en lugar de ataques que parecen casi sprints en subida, vemos el desmoronamiento de los corredores por la fatiga acumulada, y por eso suceden muchos cambios durante la carrera. Proponen una emoción distinta al espectador. Hay corredores explosivos que se benefician de las etapas cortas, y otros de resistencia que prefieren las extenuantes. Y a algunos, como a Pogacar, les van bien las dos. La belleza en el ciclismo es la combinación de ambas, que lo saca de lo establecido. 

Ayer, Pogacar atacó en el momento justo, metió el bisturí en el grupo de elegidos que quedaban en pie en la subida al Passo di Foscagno, con la precisión de un cirujano. Cuando todo estaba preparado, rematando el ritmo intenso impuesto por su compañero Rafal Majka. Sólo Luis Felipe Martínez hizo amago de seguirle, muy tímidamente; el resto, los británicos del equipo Ineos, se apartaron como si no fuera con ellos el asunto. La inferioridad manifiesta de todos los rivales hace que no hayan desplegado en todo el Giro ningún plan para derrocar al esloveno. Corren con la única estrategia y ambición de ser segundos, que no es poca cosa para el galés, en el ocaso de su carrera, y para el colombiano. Como ha dicho el propio Pogacar, el joven italiano Tiberi, que ayer entró en crisis, es el único que tiene arrestos (dijo otra palabra, pero se entiende), para atacarle.

La facilidad de Pogacar para escaparse, y subir con frescura los puertos, en una etapa larga y con muchas subidas, en la que el resto ascienden con un pedaleo inercial, pesado, cansino, recuerda la alegría de la juventud. Un tiempo en el que sólo se escribe en presente. Porque a escala, muestra escenas como las que de niños hemos vivido en las carreras del barrio, o en las primeras salidas en la carretera. A mí me recordó eso, cuando iba con mi amigo Tito y en cada cuesta nos atacábamos a muerte, sin medir las fuerzas, porque no existía el después. Y siempre la sonrisa era la alerta del esfuerzo máximo, sostenido durante un rato, que nos era posible. Eso que ahora se llama esfuerzo aeróbico. Sobre la cuesta de Oriamendi, o en la de Aldapeta, o camino de Arano, éramos como Pogacar, iguales, y el esfuerzo, vencedores o vencidos, no nos arrebataba la sonrisa, nos dejaba intactos, felices. 

Otro asunto será el futuro, que para nosotros en esas carreras de amigos no existía, se escribía cada vez, pero para Pogacar sí. Esa alegría se la permite porque está corriendo sin verdaderos adversarios de su talla. El Giro de mi admirado guerrillero Geraint Thomas, a sus 37 años es encomiable, pero está muy por debajo de él en todos los terrenos; y lo mismo pasa con el colombiano Luis Felipe Martínez, un buen corredor, pero no una figura estelar. Sus carreras lo atestiguan. Y son sus únicos opositores. Cuando digo futuro me refiero al próximo Tour de France, donde se encontrará con su verdugo Vingegaard, que parece que va recuperándose de su grave caída en la Itzulia, con su compatriota Roglic, y con el debutante Evenepoel, corredores de más estatura ciclista, con hechuras de campeones como él. Si Vingegaard y Evenepoel se han curado de sus lesiones, como parece que va a ser, se presenta un Tour espectacular. Y, ante ellos, queda la duda de si el cansancio de Pogacar en el Giro le pasará factura. Que no es el desgaste por la oposición de sus rivales, sino por su propia ambición de escribir gestas ciclistas permanentemente, exhibiéndose. Aunque hubo dobles ganadores de Giro y Tour en el mismo año, como Hinault, Merckx, Indurain, o Pantani, acusaron en esas ocasiones cierta debilidad en el Tour. Pero agradecemos a Pogacar que no escatime y nos brinde etapas como la de ayer en Livigno.

Parece un buen tipo Tadej Pogacar. Lástima que corra para el UAE, que defienda los colores de los Emiratos, donde falta tanta libertad, especialmente para las mujeres. La amabilidad con la que trata a todo el mundo, al público, a la prensa, a los ciclistas de otros equipos, sus adversarios, no deja lugar a dudas. Viendo la sonrisa que exhibe siempre al llegar a meta, sea cual sea el resultado, me acuerdo del diálogo de una película que durante años fue mi favorita: “El prado”, italiana, de los hermanos Taviani, ya desaparecidos. En esa cinta, junto a otros muchos ingredientes, se da cuenta de una relación entre una chica y dos chicos, que, enfrentados por ese amor, deberían ser enemigos. Sin embargo, no es así, no consiguen serlo. Uno de ellos lo resume en una escena: “¿Cómo voy a odiar a alguien que sonríe así?”. Esa sonrisa de verdad es la de Pogacar, y seguramente la que le salva de la animadversión de sus contrincantes por su elevada ambición, porque quedan desarmados frente a ella.