El Tour es del pueblo, decía Jean-Marie Leblanc, antiguo director del Tour. El pueblo se apelotonó ayer en las gradas de piedra del viejo coliseo galo-romano de Les Herbiers y habló. Del caso Contador. Se escucharon pitos y abucheos. Por debajo, tapados, los aplausos. División. Alberto tiene un mes para unificar al público francés.
Contador lleva todo el año saltando de juicio en juicio. El que debe decidir sobre la verdadera conciencia del clembuterol alojado en su organismo hace ahora un julio, perverso e intencionado o inocente y accidental, se cuece a fuego lento en Lausanne y tiene fijado su veredicto para la primera semana de agosto. Hasta entonces, por lo menos, goza el madrileño de una libertad cuyos minutos ha consumido con una intensidad extraordinaria. Para convencer al mundo de su inocencia, Contador ha empleado su mejor arma: las piernas. Cada pedalada, un alegato. Ha corrido más que nunca antes del Tour, 44 días. Y lo ha hecho de una forma más devastadora. Nueve victorias pese a un invierno de largas noches en vela. El Giro ha sido su obra más completa. Atila en bicicleta, una sentencia de una contundencia solo equiparable a la de los grandes de la historia; y, del mismo modo, una generosidad desconocida. Contador nunca lo había hecho: dejó ganar, por primera vez, una etapa a un rival, Rujano, y entregó otra a Tiralongo, exgregario en el Astana. Enterneció a los tifosi, apasionados. Al jurado italiano se lo metió en el bolsillo. Una ovación cerró el Giro en el Duomo de Milán y al chico le recorrió el rostro un surco salino.
Cargados entonces de emoción, alguien creyó ver en aquellos ojos la sombra indiscutible del enojo cuando ayer, un mes después del baño rosa, mes de ausencia y recogimiento interrumpido solo por dos apariciones en los estatales de Castellón (tercero en la crono y segundo en línea) que despejaron las dudas sobre la efectividad de su reposo pero no sobre si la dirección de su forma era ascendente o descendente, el de Pinto se enfrentó, sin que el Tour hubiese arrancado aún, al primero de sus rivales, el más duro: el público francés. Fue, como adrede, sobre la arena del coliseo galo-romano de Les Herbiers por donde desfilaron todos los ciclistas del Tour. Todos aplaudidos y agasajados, más que ninguno Thomas Voeckler, que corre en casa, la región de la Vendeé, donde más enraizado se encuentra el ciclismo francés. O Chavanel, campeón galo. O Andy Schleck, agasajado como solo los galos saben agasajar a los segundos. Salió último Contador, el campeón. El aire cargado de verano y el aroma salino del Atlántico, le abofeteó. Hubo aplausos, pero sintió más hondos los silbidos y los abucheos. En el Tour que empieza mañana persigue su cuarto triunfo y el doblete Giro-Tour. También el cariño de la cuneta. Es difícil saber cuál de los dos retos es más complicado.
El de la tarde fue el segundo juicio de su segundo día en el Tour. Por la mañana se había subido al paredón de la sala de prensa. Allí los bolígrafos disparan con bala. Hay quien no deja de maravillarse por su actitud, por la forma de soportar lo que a otros les haría huir. "Son muchos años en el Tour y muchas horas en la sala de prensa", respondió Contador cuando le preguntaron si esta situación le iba a obligar a un esfuerzo máximo de concentración. Tildó, también, de "ridículo" pensar que, si lo gana, le pudiesen quitar el Tour en agosto. "Desde que volví a correr soy de los corredores más controlados del pelotón", se reivindicó. Desde ese atrio de entereza habló como si estuviese cara a cara en la barra de un bar con el periodista que le preguntó por qué tenía que creer en su limpieza si siempre había estado en equipos vinculados de una manera u otra al dopaje. "Me parece que estás mal informado", le reprochó Alberto. "Mi postura siempre ha sido de tolerancia cero con el dopaje".
No hubo más reprimendas y él volvió a hablar de las dudas que le genera su rendimiento. De la prudencia, dice, le sacará su propio instinto si las sensaciones acompañan. "Sabéis cómo soy. Si me encuentro bien no puedo resistirme, no sé frenarme".